Espero saber explicarme bien. Quiero salvar a Pedro. Y a Pablo. Y a Irene. Y a Yolanda. Y a Alberto. Y… a todos los demás. Y espero que todos los católicos lo queramos y creamos en el poder que tenemos, por pura Gracia, para hacerlo; al menos para intentarlo con fuerza, con fuerza divina, que es capaz de llevarse por delante cualquier resistencia humana. Dios respeta la libertad del hombre, sin duda, pero sabe tocar el corazón y ablandarlo. Suavemente y poco a poco como una brisa leve o de repente con la energía de un terremoto que sacude los cimientos de la vida, los que el hombre creía que le servían de apoyo y no eran más que vaciedad inconsistente, y de pronto lo ve.
Sí, deseo salvar a Sánchez. Y a los demás. Espero con esperanza teologal una Gracia que los convierta. Sólo ella puede hacerlo. Pero hay condiciones, no sólo en quienes han de recibirla, sino también en quienes debemos colaborar con ella. En cierto sentido real, nuestra responsabilidad en este asunto crucial es mayor que la de ellos, pues no sabemos –sólo Dios lo sabe– lo que han recibido a lo largo de su vida mientras que nosotros seguramente hemos recibido mucho. En ello, en lo que hemos recibido de Dios, hay un poder, un enorme poder, un divino poder. Que no se ejerce sino amando de verdad, con un amor que reza día y noche, que suplica confiadamente, que sufre por los males de quienes ama, que está dispuesto a morir realmente –como el Redentor– por ellos.
Tenemos el poder de salvarlos, aunque es posible que ellos no quieran nuestra salvación. Sí, es la terrible posibilidad que nos acecha, a ellos y a nosotros, a todos, pues –como recuerda San Pablo– «el que se sienta seguro, tenga cuidado de no caer» (1 Cor 10, 12). ¿Qué será de ellos? ¿Qué será de ellos eternamente? Cuando pase este mundo, cuando termine su tiempo, cuando se desvanezcan las apariencias y se disuelvan de repente las ínfulas, cuando caiga el velo y la Realidad aparezca en toda su crudeza, ineludible ya para siempre, cuando se presenten inermes ante Dios despojados de poderes de oropel… ¿qué será de ellos?
Si no nos duele la posibilidad de que se pierdan, de que Quien murió por ellos los pierda y queden eternamente muertos, separados de la Vida, para siempre en el lugar del «llanto y rechinar de dientes»; si no creemos que nuestra oración por ellos es poderosa ante Dios, si no rezamos por ellos como por cualquiera de nuestra familia o por nosotros mismos; si no estamos dispuestos a sufrir por ellos «completando en nuestra carne lo que falta a la Pasión de Cristo» (Col 1, 24), incluso a morir por ellos, como los mártires entregaron la vida por sus verdugos y convirtieron así a muchos de ellos; si les deseamos el mal y no les deseamos el Bien, el único Bien, el eterno y divino… ¿qué será de ellos?
Son ellos los que dependen de nosotros. No somos nosotros los que dependemos de ellos. No los tememos, pues Nuestro Señor nos lo ilumina con claridad: «No temáis a los que sólo pueden mataros el cuerpo, pero no pueden haceros nada más» (Mt 10, 28). Son ellos los que deben temernos, los que deben tener miedo al terrible poder que tenemos de salvarlos, de llevarlos a la Luz, de abrirlos a la Vida. Aunque no llegáramos a comprobar su efecto, aunque tuviéramos que aguardar al final de sus vidas o al final de las nuestras sin verlo, pero con la seguridad de que no caerá en saco roto lo que hagamos por ellos.
Cada uno vea si ha de votar. Pero no bastaría. Además y sobre todo, como católicos, tenemos la misión y la responsabilidad de salvarlos, de salvar a los que no conocen el Amor del que son objeto eterno, de colaborar con Él con los medios cristianos que participan del poder divino: la caridad, la oración, la intercesión, la cruz.
Perdonen si me atrevo a recordarles esta misión, que no es más que la nos corresponde: salvar a Pedro. Y a Pablo. Y a Irene. Y a Yolanda. Y a Alberto. Y a…