Recuerdo que, cuando mi sobrino Manuel era pequeño, decía siempre que de mayor quería ser jubilado. Nunca supe si lo decía por la sugestiva idea de cobrar una pensión o si era por el deseo sincero de llegar a contemplar un día, desde el lado bueno, el esplendor de ese maravilloso tapiz que es la vida.
Corrían los años noventa y yo vivía en eso que alguno llamó la verdadera patria del hombre: la infancia. Era un niño feliz, bastante trasto, pero valga la sinceridad, sin apenas maldad. Entre patines de línea, pistolas de agua y las rodillas llenas de heridas, discurrían apacibles mis días. De aquellos tiempos, precisamente, recuerdo muchas cosas, pero una, sin duda, con especial cariño. Se llamaba Alicia y era una anciana que cada tarde, sin saber muy bien por qué, se dejaba caer por casa. Tenía unas gafas negras de pasta, el pelo blanco y un rulo muy evidente, que le caía por la frente. Para nosotros, era como nuestra abuela. Cuando cumplíamos años, siempre nos llamaba a escondidas para darnos un regalo (unas simples galletas de animales, que dejaban de ser tan simples cuando no las tenía tu hermano).
"La abuela Alicia" me enseñó desde muy pequeño a saber envejecer. A valorar a las personas mayores, a honrarlas y a, por qué no, también soportarlas. Pero, si algo recuerdo de aquel tiempo, fue lo malos que fuimos un día con ella. En mi casa resulta que teníamos una imagen de la Virgen, ante la que esta buena mujer rezaba cada tarde. El problema era que el cuadro estaba puesto entre el sofá y la televisión. Mientras nosotros veíamos los dibujos, o lo que echara la caja tonta, la abuela se ponía delante a recitar interminables y susurrantes jaculatorias. Así, un día sí y otro también, los hermanos nos íbamos moviendo, esquivando su cuerpo, como si fuera un Federer-Rafa Nadal. Hasta que, en una ocasión, a alguno se le ocurrió una terrible maldad. Adelantar la hora del reloj que colgaba de la pared, para que se marchara de una vez.
De aquello, gracias a Dios, nunca se enteró. Mis hermanos y yo nos fuimos haciendo mayores y a la abuela se la llevaron, sus verdaderos nietos, a una residencia. Y, poco tiempo después, murió. No sin antes habernos dejado un valioso ejemplo de lo que es vivir la ancianidad con auténtica generosidad.
Son las ocho de la tarde cuando paso por delante de un edificio que, a simple vista, puede parecer normal, pero que para mí es bastante singular. Tiene una gran cristalera a modo de escaparate que, para muchos, estoy seguro, resulta difícil de asimilar. Como en una tienda abandonada, retorcidos "maniquíes" lucen outfits que estuvieron de moda hace bastantes primaveras. Son carísimos vinos cubiertos de polvo a punto de caducar. Coches de lujo aparcados en el salón del automóvil vintage. Son herrumbrosos trofeos de una guerra… que cuentan, una y otra vez, a los que les dan de comer. Dependientes, achacosos, temerosos, melancólicos… allí están ellos, en primera línea de acera, mirando por la ventana de su geriátrico residencial. Manoli, Basilio, Pedro, Matilde… y Alicia, también Alicia.
Un día cualquiera de octubre de 2022. Mientras me bebo una Coca Cola, una noticia me llama poderosamente la atención. Encaro el primer sorbo y se me ponen los pelos de punta, se me viene el alma a los pies. Una treintena de ancianos permanecen ingresados en un hospital. Nada raro, me digo. Pero, sigo leyendo, y descubro que hay un pequeño matiz. ¡Están todos como una rosa! Tienen el alta médica, pero nadie los quiere ir a recoger. Algunos, incluso, llevan más de un año y otros, apenas unos meses. El hospital se ve obligado a suspender operaciones por falta de camas. ¿No es una barbaridad? ¿Qué estamos haciendo con esta sociedad? Y, entonces, recuerdo a los miles de ancianos muertos durante la pandemia. Aquellos arañazos desesperados en la puerta de la habitación, que denunció, sin éxito, una organización. ¡Cuánto sinsentido!
Tres historias que me hacen pensar en la vejez. En todos esos ancianos a los que, en estas fechas navideñas, nadie envía un mísero turrón, porque no tienen previsto cambiar de banco su pensión. En todos esos viejecillos que no reciben ni un christmas en serie firmado atentamente por el dueño de El Corte Inglés. A todas esas personas no productivas de la sociedad. A todos los que no son útiles para el Estado, porque solo generan gastos a la Seguridad Social. El Papa la llamó "la cultura del descarte". "¡Produzco, luego existo!", o "tanto vendes, tanto vales", que diría Aute. "Producirás para el jefe con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente", dijo el primer mandamiento. ¿El segundo? Es igual a este. Ancianos, mendigos, discapacitados, enfermos… ¡fuera! El mundo es de los fuertes, de los jóvenes, de aquellos que generan… (…y degeneran).
Y, entonces, llego a la conclusión de que nos hemos vuelto completamente locos. Porque, antes o después, a todos nos llegarán un día a limpiar los mocos. Los japoneses, que cultivan como pocos "la fortaleza de lo frágil", hacen kintsugi. Restauran vasijas embelleciendo a posta cada grieta con pan de oro. Nosotros, con saber que por cada arruga de un anciano discurren ríos de vida, sería suficiente. Me despido, señores... no sin antes confesar que los mayores nos recuerdan cada día lo que fuimos como pueblo, nos enseñan lo que somos como personas y anticipan lo que seremos como civilización. ¡Si levantáramos la mirada del móvil hacia los que ya se doblan! Yo, por ahora... voy a leerle a Alicia esta columna, por si algo le llega... no vaya a ser que... allá arriba… ¡se le ocurra adelantarme la hora!