El Concilio Vaticano II, del que San Pablo VI nos dijo a los sacerdotes jóvenes que habíamos trabajado allí como acomodadores: “La tarea de vuestra vida va a ser predicar el Concilio”, ha tenido dos tipos de adversarios: uno, aquéllos, como los seguidores del arzobispo Lefebvre, que no lo aceptaron mínimamente y no entraron por él, y el otro, aquellos progres que lo consideran superado e intentan hacer teología sin tenerlo en cuenta y fuera de él.
En el aula conciliar, el primer problema teológico de gran importancia que se tuvo que afrontar, ya en la primera sesión, fue el de la relación entre la Escritura y la Tradición en la Iglesia. El esquema que había preparado la Comisión preconciliar se titulaba: “Sobre las fuentes de la Revelación”, que eran Escritura y Tradición. Entre ellas había una separación que permitía que hubiese verdades de fe exclusivamente en la Tradición. Además muchos Padres conciliares veían en este esquema una línea bastante cerrada para la investigación científica en materia de exégesis y sobre el ecumenismo.
La otra línea teológica sostenía que sólo hay una fuente de Revelación, la Palabra de Dios, que ha llegado a nosotros por dos canales: la Escritura inspirada por el Espíritu Santo y la Tradición viva que se transmite en la Iglesia por medio de los Padres, Doctores y teólogos, en la Liturgia y en la praxis de la Iglesia. La Verdad se transmite entera en la Escritura y entera en la Tradición. Ningún dogma, salvo cuáles son los libros que forman parte del canon de las Escrituras y son libros inspirados (es decir, tienen a Dios como autor principal), se encuentra en la sola Tradición, e incluso Pío IX y Pío XII en los dogmas marianos hacen referencia a sus fundamentos escriturísticos.
Cuando llegó el momento de votar la pregunta fue: “¿Aprobáis que el texto sea enviado a revisión?” Con ello eran necesarios dos tercios para rechazar el esquema y sólo un tercio para salvarlo. El resultado fue 1368 contra 822, insuficiente para rechazar el texto, pero imposible para discutirlo con provecho. Juan XXIII intervino para superar el punto muerto, reenviando el esquema a una comisión mixta presidida por los cardenales Ottaviani y Bea, como representantes de las dos tendencias, y que presidían el Santo Oficio y el Secretariado para la Unidad. La nueva comisión tenía por tarea reformar el esquema, conforme a las críticas recibidas, a fin que pudiese llegar a ser aprobado por el Concilio.
La relación entre Tradición y Escritura la encontramos en los números 8, 9, y 10 de la Constitución Dogmática Dei Verbum. En el número 8 se nos dice de la Tradición: “La predicación apostólica, expresada de un modo especial en los libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin del tiempo"… “Esta Tradición apostólica... va creciendo en la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón (cf. Lc 2,19.51), y cuando comprenden internamente los misterios que viven”… “Las palabras de los Santos Padres testifican la presencia viva de esta Tradición, cuyas riquezas van pasando a la práctica y a la vida de la Iglesia que cree y ora. La misma Tradición da a conocer a la Iglesia el Canon de los Libros sagrados”.
En el número 9 encontramos: “La Tradición y la Escritura están estrechamente unidas y compenetradas; manan de la misma divina fuente, se unen en mismo caudal, corren hacia el mismo fin”... “Y así ambas se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción”.
Y en el número 10: “La Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia”… “El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita ha sido encomendado únicamente al Magisterio de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo. Pero el Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio”.
El número 11 de la Dei Verbum empieza con la siguiente afirmación: “La revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta por escrito por inspiración del Espíritu Santo”. Son por tanto libros inspirados, es decir, tienen por autor a Dios. Pero es evidente que la Biblia ha sido escrita por escritores humanos, como cualquier otro libro. Por ello la Biblia es a la vez Palabra de Dios y Palabra humana, o como alguien escribió la Biblia es palabra humana y mensaje de Dios.