La Iglesia también hace penitencia, pues los que pecan son sus miembros y a veces sus comunidades e instituciones. Pero la función fundamental y principal de la Iglesia es la de ser Madre; una Madre que acoge, ayuda, reprende, purifica, limpia, anima y sostiene a cada uno de sus hijos, según su situación y necesidades, si bien también Ella, al verse manchada por el pecado de sus miembros, necesita purificarse y reconciliarse con Dios y con su propia vocación a la santidad.
En la celebración del sacramento de la Penitencia la Iglesia experimenta la misericordia del Dios que perdona y acoge siempre al hijo que vuelve con un corazón contrito y humillado (Sal 51,19). Ello nos lleva por una parte a no minusvalorar las consecuencias del pecado y por otra a no desesperar ante la gravedad de nuestras culpas.
A pesar de que pecado y perdón son algo muy humano, son también realidades teológicas que hay que entender a la luz de la fe, esa fe que nos pide que no aislemos el sacramento de la penitencia del conjunto del misterio cristiano.
La celebración sacramental de la penitencia es un acto cultual y santificador cuya realización se debe al ejercicio del sacerdocio de la Iglesia, tanto el común a todos los fieles (cf. Lumen Gentium, 11), como el ministerial y jerárquico (cf. Lumen Gentium, 25 y 28). El sacerdocio común se ejerce sobre todo por el penitente, no sólo como sujeto pasivo, sino también porque con sus actos de conversión, que suponen la aceptación del llamamiento que Dios le hace a una comunión interpersonal, a semejanza de la que Dios vive en su Trinidad, colabora activamente en el sacramento, tanto más cuanto que sus actos son la cuasi materia de éste y forman parte de su estructura. Pero se ejercita también el sacerdocio común de toda la Iglesia, en cuanto ésta ayuda al pecador "en su conversión con la caridad, ejemplo y oraciones" (Lumen Gentium, 11). Esta oración por el pecador obtiene de Dios la gracia de su conversión y perdón (cf. Mt 18,19-20; 1 Jn 5,16; Sant 5,16).
Se da en consecuencia una corresponsabilidad de todos los cristianos en la obra de la Iglesia, corresponsabilidad de la que hay que reconocer son muy pocos los auténticamente conscientes. Es toda la Iglesia, como pueblo sacerdotal, la que actúa al ejercer la tarea de reconciliación que le ha sido confiada por Dios (Ritual de Penitencia nº 8).
Este ejercicio del sacerdocio común de toda la Iglesia en este sacramento, no excluye sino que exige el ejercicio del sacerdocio ministerial y jerárquico, porque el ministro de la Penitencia, el único que puede pronunciar con eficacia la palabra definitiva de perdón, es el obispo o sacerdote (Denzinger-Schönmetzer, 1684 y 1710; Denzinger, 902 y 920). Pero estos ministros no sólo actúan in persona Christi, sino también in persona Ecclesiae, de modo que el sacerdocio jerárquico hace posible la actuación de la Iglesia entera. Podemos decir por tanto que es toda la Iglesia y no sólo su ministro quien perdona.
Tengamos además en cuenta que el sentido eclesial de la penitencia cristiana no se acaba en la Iglesia peregrinante, ya que según Santo Tomás todo el Cuerpo Místico se ve afectado por la conversión del pecador, quien al readquirir las virtudes sobrenaturales ayuda con su apostolado a los otros pecadores y con su oración a las almas del Purgatorio, así como sirve de alegría a los santos del cielo.
Resumiendo, diremos que la Iglesia reconcilia al pecador reconciliándolo consigo misma y que la gracia sacramental recibida es una gracia eclesial que no consiste en un puro aumento cuantitativo de la gracia santificante, sino sobre todo es una riqueza cualitativa y un crecimiento en la participación en la vida divina.