El comienzo de un nuevo año litúrgico nos abre a la esperanza de una nueva etapa repleta de gracias, que nos ayudará a crecer en nuestra vida cristiana, en el encuentro con el Señor y en el servicio a los hermanos. Año nuevo, vida nueva. El Año litúrgico comienza con la alerta acerca de la venida del Señor al final de la historia. Hemos de estar preparados, porque no sabemos cuándo será, y ese momento coincide con el final de nuestra historia personal.
El primer domingo de Adviento nos sitúa ante la venida del Señor y ante el final de la historia humana. Todo se acabará, aquí no quedará nadie, la historia tiene un final. Jesucristo ha venido a nuestro encuentro y nos ha dicho que después de esta vida hay otra, que después de esta etapa nos espera Él mismo con los brazos abiertos para presentarnos ante el Padre y vivir felices con Dios para siempre. El primer domingo de Adviento nos habla del más allá, que debe estar continuamente presente en el más acá y guiar nuestros pasos. El lazo de unión de esta etapa con la otra es el amor. Sólo quedará el amor.
Los primeros cristianos vivían en esta espera ardiente de la venida del Señor: Maranatha, era el grito y oración frecuente en los labios de un creyente: “Ven, Señor Jesús”. Revisemos si hoy los cristianos tienen y alimentan este deseo. Ciertamente el deseo de morirse por aburrimiento de esta vida o por desesperación no viene de Dios, y debe ser rechazado. Pero hay un deseo sereno, que se fundamenta en la esperanza y que deja en las manos de Dios y en la agenda de Dios esa fecha feliz del encuentro con él. Alimentar este deseo es lo propio del Adviento. Desear ver a Dios, salir al encuentro de Cristo que viene, mirar a María nuestra madre que nos quiere junto a su Hijo Jesús, eso es el Adviento. Santa Teresa de Jesús, buena amiga, repetía: “Cuán triste Dios mío / la vida sin Ti, ansiosa de verte / deseo morir”. San Juan de la Cruz expresa el mismo deseo: “…rompe la tela de este dulce encuentro” (Llama de amor viva, 1). Y tantos otros santos.
Coincide el comienzo del Adviento con la novena de la Inmaculada y con su fiesta solemne. Es muy bonito ver a María, la llena de gracia, la sin pecado, el resultado perfecto de la redención que Cristo ha venido a traernos. En ella podemos mirarnos para ver y desear lo que Dios quiere hacer en nosotros: limpiarnos de todo pecado y llevarnos a la santidad plena.
Y en la fiesta de la Inmaculada, nuevos diáconos para nuestra diócesis y la Iglesia universal. Es como un regalo de María en este tiempo de Adviento para la diócesis. Muchos de nuestros sacerdotes recuerdan gozosamente este día feliz de su ordenación diaconal. Le ofrecieron a Dios lo mejor de su corazón y pusieron este secreto en el corazón inmaculado de María. Pedimos especialmente por todos los sacerdotes, para que María los mantenga puros en su corazón.
El Adviento nos prepara también a la Navidad de este año. El fruto bendito del vientre virginal de María nace en Belén para salvarnos de la muerte eterna y hacernos hijos de Dios. Fiesta de gozo y salvación. Que no nos distraiga el consumismo, el deseo de placer, la bulla externa. Mantengamos la espera del Señor en actitud penitencial, de despojamiento. El Señor viene a nosotros de múltiples maneras, en cada hombre, en cada acontecimiento. Que nos encuentre con las lámparas encendidas.
Tiempo de Adviento, tiempo de espera, tiempo de purificar la esperanza, tiempo de preparar el encuentro con el Señor al final de nuestra vida. El Señor viene, preparemos su llegada.