Serán los cuarenta años de dictadura. Será el aburguesamiento creciente de la clase media. El caso es que en España todavía no se concibe la sociedad civil más que como un conjunto de espectadores que, como mucho, tenemos el derecho a la crítica ante la barra del bar. Claro que también es verdad que si a usted no le gusta el rumbo del país siempre tiene la posibilidad de cambiar el gobierno cada cuatro años o ser el único acertante de la Primitiva, aunque, con la edad, las ilusiones van cediendo terreno a la terca realidad.
Los integrantes de la sociedad civil -más castizamente denominados «ciudadanos de a pie» cuando tener un coche no era uno de los derechos fundamentales de la persona- somos simplemente votantes, moneda de cambio y movilización a merced de la tecnoestructura, también llamados poderes fácticos: el Estado, los medios de comunicación y el mercado a los que cabe sumar en no pocas ocasiones determinadas estructuras eclesiásticas.
Este diseño social que se equipara sin reparos al modelo democrático consolida y fortalece las estructuras dominantes achicando espacios a la participación ciudadana en favor de las organizaciones que dicen representar a los ciudadanos: sindicatos, patronales, partidos, federaciones de padres, de familias, de católicos o musulmanes. El caso es que toda inquietud personal quede mediada por los actores que integran ese juego de intereses y equilibrios que denominamos tecnoestructura.
Educados en un sometimiento lubricado por la comodidad que supone desentenderse de todo aquello que no me afecta de un modo inmediato, los ciudadanos vamos cediendo protagonismo y fortaleciendo a quienes se arrogan el papel de mediadores en un juego de poderes y contrapoderes que no alcanzamos a conocer.
En esta tesitura, toda iniciativa social cae bajo sospecha. O está originalmente suscitada y obedece a una estrategia de los poderes fácticos o supone un peligroso actor que no ha sido invitado al convite. Lo último que cabe pensar es que se trate de un conjunto de ciudadanos que, ejercitando su derecho y su deber de participar en el desarrollo social, hayan constituido de hecho el germen de un movimiento cívico, por pequeño que resulte.
Dicho de otro modo: aquí sólo se toleran y se respetan movimientos cívicos suscitados y dirigidos por partidos políticos o estructuras eclesiales. Y si no reconocen esta filiación, algo están tratando de ocultar porque no cabe concebir la participación ciudadana de otro modo.
Tomemos el ejemplo del movimiento de padres objetores a Educación para la Ciudadanía. Tachado, desde sus inicios, hace ya tres años, de ser correa de transmisión del Partido Popular y de la Conferencia Episcopal Española, el paso del tiempo ha puesto de manifiesto su independencia frente las cambiantes posturas y estrategias de sus supuestos patrocinadores.
Descartada, pues, la posibilidad de ser un mero instrumento de algunos poderes fácticos, éstos se ven en la necesidad de expulsar de su terreno de juego a quien no ha sido invitado al reparto de poder e influencia. Y es que no hay nada más peligroso para la tecnoestructura que un movimiento que no debe a nadie servidumbre, porque es insobornable. Señalado un límite infranqueable, serán sus propios correligionarios -¿podía César sospechar de Bruto?- quienes intenten asestarle el golpe definitivo invocando a los sagrados principios que rigen la polis. Una polis donde no caben invitados al reparto del botín.
El movimiento objetor, a pesar de la que está cayendo, se renueva y se refuerza cada día. Lo que no te mata te hace más fuerte. Sigue y seguirá dando la batalla por convicción. Y es que cada padre, cada madre que lo integra, tiene el peligroso convencimiento de que, dejando a un lado la comodidad, debe ser protagonista de su propia vida y debe legar a las generaciones futuras un país mejor del que heredamos. Porque la batalla por la libertad merece acometerla sin dar ni un solo paso atrás.
Mariano Bailly-Baillière Torres-Pardo es Padre Objetor a EpC