En algún pasaje de su libro Ortodoxia, Chesterton observa que las objeciones que se le hacen al cristianismo son contradictorias entre sí: mientras unos lo consideran una religión triste y pesimista, otros lo repudian por su optimismo desaforado; mientras unos abominan de él por su violencia airada, otros lo desestiman por su pacifismo bobalicón; mientras unos lo consideran demasiado elaborado intelectualmente, otros se burlan de él por ponerse al nivel de los idiotas. Una religión que concita críticas tan contradictorias –concluye Chesterton–, en caso de tratarse de un error, debe ser un error craso, monstruoso, mastodóntico; o, por el contrario, ser la piedra de toque en la que todos los errores concebibles por el ser humano se tropiezan, como ante una pared inconmovible.
En otro pasaje de su obra, Chesterton lamenta que los hombres no seamos más longevos, para poder constatar que las ideas a las que tributamos nuestro fervor a la postre se prueban errores. En efecto, si viviéramos doscientos o trescientos años, al estilo de las ballenas, podríamos descubrir fácilmente que las ideas que nos entusiasmaron en la juventud se han quedado por completo obsoletas, que los adelantos técnicos que nos deslumbraron han devenido cacharros ridículos, que las nuevas fórmulas políticas que suscitaron nuestro arrobo se han probado ineficaces y malignas. Viviendo setenta u ochenta años (en el mejor de los casos), los hombres no tenemos ocasión de comprobar que hemos profesado lealtad a errores redomados; podemos tal vez llegar a intuirlo, incluso con frecuencia constatamos que aquellos postulados a los que en otro tiempo nos adherimos nos han traído mayores males; pero como sabemos que nos resta poco tiempo de vida, preferimos 'sostenella y no enmendalla'; preferimos aferrarnos a nuestras ideas erróneas, haciendo como que no lo son, tratando a toda costa de mantener en pie el trampantojo. A veces, incluso, cada generación desarrolla una fórmula evolucionada de los errores en los que incurrió la generación anterior. Pues no hay método más eficaz para impedir que la gente repare en los errores que alimenta que proponerle formas más 'avanzadas' o 'progresadas' de los mismos.
Se trata, en fin, de infiltrar en la conciencia de las gentes el ansia de novedades, de tal modo que perciba la fidelidad a unas mismas ideas como una forma de aburrido y trágico estatismo, incapaz de atender las solicitudes de un mundo cambiante. Como el diablo Escrutopo afirmaba en la célebre obra de C. S. Lewis, esta ansia de novedades "es una de las pasiones más valiosas que hemos producido en el corazón humano: una fuente sin fin de herejías en lo religioso, de locuras en los consejos, de infidelidad en el matrimonio e inconstancia en la amistad". Es la fórmula infalible que los manipuladores sociales y los capataces sistémicos han hallado para mantener engañada a la gente: si una persona está quieta, aferrada al mismo engaño, puede acabar renegando de él, porque acaba tomando perspectiva sobre sus consecuencias; en cambio, si a esa persona se la obliga a actuar como un saltimbanqui, brincando de error en error, acaba completamente embriagada por el carrusel de cambios que se le ofrecen, porque su alma no encuentra reposo en nada. Pero una filosofía digna de tal nombre no puede ser válida en primavera y errónea en otoño; y una ideología que necesita 'actualizarse' cada vez que se convocan elecciones tiene que ser necesariamente errónea (en realidad, se trata de una montonera de errores).
A Chesterton sus amigos agnósticos, reconociendo que el cristianismo ofrecía soluciones mucho más atinadas a problemas políticos o sociales que las ideologías circulantes en su época, le preguntaban: "¿Por qué no escoges lo bueno del cristianismo y desdeñas sus dogmas?". Yo mismo he tenido muchas veces esa tentación: podría quedarme con las soluciones que el pensamiento cristiano aporta a los problemas del mundo natural, y olvidarme de sus dogmas sobrenaturales. Pero termino comprendiendo siempre que es la firmeza rocosa de esos dogmas lo que brinda al pensamiento católico su fuerza, estabilidad y consistencia, su tranquila inalterabilidad, frente a la girándula de errores en que las ideologías han instalado a nuestra generación. Tal vez esos dogmas tengan una apariencia disuasoria (no en vano son una piedra de toque), pero en su interior encontramos la alegría de una fiesta con danzas y vino a granel. Las ideologías modernas, con su carrusel de errores cambiantes, nos ofrecen una fachada exterior de aspecto variado y dinámico; pero en sus tripas esconden la desesperación y la angustia, que son las notas propiamente definitorias del hombre contemporáneo, como saben bien los psiquiatras.
Publicado en XL Semanal.