El homenaje (¿funeral?) de Estado celebrado el pasado 16 de julio me produjo una sensación de profunda tristeza y dolor. Me resultó extraño que un acto que estaba llamado a reconfortar a los españoles tras la crisis sanitaria vivida tuviera ese efecto en mí. Esta extrañeza provocó que tratara de buscar el origen de esa tristeza y dolor analizando más en profundidad el acto.
El Gobierno, según declaró en el propio homenaje, quería con el acto recordar en primer lugar a las víctimas mortales del coronavirus.
Desde esta óptica no cabe duda de que el acto era, por un lado, bastante poco útil, ya que los muertos no necesitan recuerdos, que no les aportan nada, sino oraciones por sus almas. Quizás las familias podamos agradecer el recuerdo, pero no es el recuerdo lo que reconforta, sino el rezar por ellos, sí, porque nos hace comprender que no han desaparecido, que la muerte no es el final del camino, que es posible volver a encontrarnos con ellos porque están vivos.
Por otro lado, hablar de homenaje de Estado por los fallecidos resultaba extraño. A los muertos por una enfermedad no se le homenajea. Cuando se homenajea a alguien es para reconocer su aportación a la sociedad, su trayectoria vital o incluso su muerte cuando se produce como consecuencia de su entrega a la nación y a sus compatriotas (víctimas del terrorismo, miembros del Ejército o de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, personas que mueren entregando su vida por otros españoles o por España).
En cambio, lo que corresponde a las autoridades respecto de las víctimas de una pandemia es analizar qué falló o qué impidió, si fue el caso, atenderles adecuadamente, reconocer los propios errores, pedir perdón por todo lo que se pudo haber hecho mejor.
Sin embargo, uno tenía la sensación de que era un acto que, más que honrar a las víctimas, buscaba a través del sentimentalismo evitar la asunción y exigencia de responsabilidades, y eso no se lo merecían las víctimas de la pandemia.
La segunda intención del acto era homenajear y agradecer a los sanitarios, al Ejército, a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado y tantos otros españoles cuya entrega en servicios esenciales han permitido que los españoles pudiéramos afrontar con garantías el confinamiento. En este caso sí tenía sentido un acto de homenaje: habían arriesgado, y en muchos casos entregado su vida por otros españoles, en unas condiciones pésimas de trabajo en cuanto a seguridad y disponibilidad de material. Sin embargo, este homenaje, al unirse al recuerdo de las víctimas, quedó deslucido.
Finalmente, la incapacidad del acto para generar un ambiente solemne -una muestra de la incapacidad e inutilidad de las liturgias laicas- demostraba que el homenaje de Estado no era capaz de cumplir con ninguno de los objetivos propios de un acto este tipo. Y de ahí, la profunda tristeza.
Sin embargo, el dolor tenía una causa más profunda. Estaba relacionado con el carácter revolucionario del homenaje de Estado. Explica Plinio Correa de Oliveira, en su imprescindible obra Revolución y Contra-Revolución, que la Revolución es aquel proceso por el cual se busca establecer un estado de cosas y de poder contrarios al orden establecido por la ley natural y el magisterio de la Iglesia católica. Es en este sentido en el que podemos calificar de revolucionario el acto diseñado por el gobierno.
Se trató de un acto laicista, en el cual se eliminó cualquier referencia a la trascendencia, a la dimensión espiritual del hombre, a la Fe, a Dios, a Jesucristo y a la Iglesia católica. Fue en ese sentido un acto contrario al ser de España, que no se explica sin la fe católica; a su tradición e historia, que está siempre acompañada de la presencia de la fe católica; y la a sociología actual de España, donde un 68,3% de los españoles, según el CIS de octubre de 2019, se declara católico.
Un acto donde el gobierno de España hacía profesión de ateísmo, contraviniendo el sentir de la mayoría de los españoles, de muchas de las víctimas, renunciando a su deber con el Bien Común, despreciando el papel de la religión en la vida pública y el reconocimiento que otorga la constitución española a la religión católica. Es decir, el Gobierno con este acto hacía una manifestación explícita de laicismo y, por tanto, de querer establecer un orden de cosas donde Dios no cabe. Un orden de cosas contrario al orden natural y al magisterio de la Iglesia.
Hay quién querrá tildar el acto de respetuoso con el carácter aconfesional que la Constitución otorga al estado español. Vana o ingenua pretensión. ¿Desde cuándo que no exista religión oficial en un estado es impedimento para que la religión o Dios estén presentes en un acto oficial? Este Gobierno tiene una agenda laicista definida y un compromiso firme por llevarla adelante. La realidad es que fue un acto revolucionario, un acto en el que el gobierno contravenía profundamente el carácter aconfesional del estado español y el ser, tradición e historia de España.
Este carácter revolucionario del homenaje de estado es lo que considero más grave y lo que tanto dolor me causó. Fue la expresión, sin tapujos, de que el Gobierno considera que España está “madura” para eliminar totalmente a Dios del ámbito público, incluso en un acto en “honor” de los muertos. ¿Somos conscientes los españoles, y en especial los católicos españoles, de lo que está pasando?