He estado varios días de Semana Santa en una población del interior de Cataluña, de 4.000 habitantes. No hay turistas. Ni uno. Ni nacionales ni extranjeros.
Aunque comento lo sucedido en este pueblo creo que es muy extrapolable a muchísimas otras poblaciones del país, grandes y pequeñas.
Los actos litúrgicos se celebraron con dignidad, con la solemnidad propia del tiempo litúrgico, respetuosos, y a la vez sin espectacularidades y sin concesiones fáciles a la heterodoxia o a la simplificación.
Sin embargo, se dio un hecho que resulta muy llamativo. A los oficios del Jueves y Viernes Santo, con lo que estos son y representan, con la consagración del Cuerpo y la Sangre de Cristo y la posibilidad de recibirlos, o meditar la Pasión del Señor, los asistentes éramos lo que en el lenguaje corriente se suele denominar “cuatro gatos”. Una iglesia parroquial bastante grande, sí, pero en la que no estaba ocupada ni la cuarta parte de su aforo, limitando éste a personas sentadas en los bancos, sin pensar en los que pudieran estar de pie. Por supuesto, los jóvenes se podían contar con la mitad de los dedos de una mano.
En contraste con lo anterior, en la Procesión del Entierro en la noche del Viernes Santo la asistencia fue masiva. No solo desbordaba la iglesia, sino que había gente en el exterior. No faltaban nazarenos, ni personas que llevaban los pasos (allí no se les denominas costaleros) ni grupos de tamborileros de las entidades locales. En su desfile por las calles de la población el número de penitentes era muchísimo mayor que el de espectadores, porque bien podía afirmarse que la mayor parte del pueblo participaba en el desfile procesional.
Añado que la procesión era sentida y correcta, y había muchos jóvenes, incluyendo los que tocaban tambores y otros instrumentos musicales. Alguno de los presentes comentaría la importancia de seguir las tradiciones.
Era evidente que para la mayoría de los asistentes el punto de amarre era la tradición, no una vivencia de fe profunda.
Lo sucedido me llevó a cuestionarme, ¿podemos conformarnos con seguir las tradiciones, pero sin una verdadera vida espiritual? Las procesiones son valiosas, y más si son sentidas y respetuosas, pero todo cristiano que intenta vivir su fe a fondo sabe bien que mucho más importante es la vida interior y, en cuanto a la participación en el culto, hay otras prioridades, en especial la del Santo Sacrificio de la Misa. También que sirve de poco una participación puntual en algún acto si no implica hacer del cristianismo verdadera vida propia.
Nos preguntamos si a lo largo de muchos años se ha dado la formación adecuada para que los fieles tengan criterios claros y sepan priorizar lo importante por delante de lo secundario.
A la vez, en el estado actual reconocemos que hay que actuar con cautela, porque también es cierto que la religiosidad de muchos, muy débil en sí misma, mantiene un mínimo punto de amarre en estas tradiciones y si estas desaparecen su despegue de la religión será total.
Creo que merece la pena planteárselo. En todo caso, una labor necesaria será la de dar formación tan sólida como sea posible, aprovechando el soporte de las tradiciones.