Navidad, Navidad, congregados nos hallamos en indómita hermandad.

Navidad, Navidad, bajo el palio de María aguardamos recogidos en incombustible paz.

Navidad, Navidad, el incienso de Sevilla nos auxilia de esta turba montaraz.

¿Dóndes estabas tú, tan luciente y tan esbelta, tan dichosa y sempiterna, en mitad de la tormenta?

Cítaras, laúdes, chirigotas y saetas, recobramos el aliento al sonar tu pandereta.

Nervudos antebrazos elevan catavinos con trémulo alborozo, ahínco y frenesí de un barbado y fornido mozo.  

Sombrías nubes mudan en algodonosas nebulosas, tan neblinosas, jabonosas y amorosas... ¡Anda la osa! La Navidad hispalense no es cualquier cosa.

Iglesias barrocas cubiertas de incienso y alabastro, áureos retablos que dan vida al dorado astro.

Bóvedas, órganos y arcangélicas techumbres, góticas arcadias en las que orar con mansedumbre.  

¡Sevilla! ¡Sevilla! ¡Sevilla! Tu belleza se esconde en abigarradas fachadas y en angostos callejones; como historiados afluentes que transfiguran a La Giralda en la cresta de sus olas.

Celestial retumbar de las campanas. Sepulcral, ceremonioso y reverencial silencio en el tumulto de las procesiones. Diluvio universal de acaramelados artefactos, que transforma La Cabalgata en un majestuoso Arca de Noé.

Navidad, Navidad, balsámico elixir ante la amarga soledad.

Navidad, Navidad, andalusí algarabía que trenza la corona de la Sacra Cristiandad.