En el oasis tranquilo que propugnan los bienpensantes de una sociedad próspera y aparentemente satisfecha, se ha levantado una marejada. El que ha tirado la piedra es un purpurado de aspecto frágil pero carácter recio, el cardenal Marc Ouellet, arzobispo de Quebec y primado del Canadá. Y no es la primera vez. Fino teólogo forjado en la huella de von Balthasar, Ouellet baja con frecuencia a la arena de su acomodada sociedad y tiene la virtud de desatar el debate.
En esta ocasión se ha referido a los frutos amargos cosechados por décadas de legislación abortista en Canadá, recordando que «el ser humano en el seno materno debe ser respetado porque es una persona, aunque llegue con una enfermedad o una deformación, aunque pueda importunar la carrera de una mujer que no le esperaba». Ouellet dijo estas cosas ante unos miles de manifestantes por la vida y el escándalo ha sido de los que hacen época. ¿Cómo se atreve el inoportuno cardenal a reabrir un debate que la sociedad canadiense ha cerrado en un sobre lacrado y ha escondido en lo más profundo de su armario? En esta ocasión no sólo ha sido la gran prensa la encargada de disparar contra la Iglesia, sino que una iniciativa parlamentaria para rubricar que este asunto está cerrado y bien cerrado ha sido aprobada sin ningún voto en contra.
Ya no se trata sólo de la dureza del debate sino de la decisión consciente y cerril de que tal debate no se reabra, como si hubiese un miedo oscuro a las heridas que pudiese despertar y descubrir. Los obispos canadienses han salido a la palestra con moderación, recordando la urgencia de un diálogo sereno sobre una cuestión que, a la vista está, despierta todo tipo de fantasmas. Y es que, como se atrevió decir Ouellet, el aborto tiene consecuencias de larga duración, morales, psicológicas y sociales. Por mucho que el Parlamento vote ridículamente que no. Pero hasta ahí hemos llegado, de izquierda a derecha.
Hace un par de años el gran arzobispo quebecoise lanzó un desafío público al laicismo agresivo que impera en una región antaño semillero de innumerables vocaciones religiosas y misioneras. Se atrevió a denunciar un fundamentalismo laicista sostenido con fondos públicos que está generando una cultura del desprecio y de la vergüenza respecto a la herencia religiosa de Québec, y con ello está destruyendo su alma. Palabras duras, nada convencionales, de un hombre que ama profundamente a su tierra, pero sobre todo de un pastor que levanta la voz para defender el tesoro de fe y de humanidad que ahora se desparrama.
«La nuestra es una tradición católica fuerte y positiva, exenta de grandes conflictos y caracterizada por compartir, por la acogida al extranjero y la compasión hacia los más pobres», dijo en esa ocasión el cardenal, que denunció también la pretensión de configurar un espacio público aséptico, con aroma de alcanfor, en el que «la ausencia de credo sería el único valor que tiene derecho de afirmación». En realidad, la erupción visceral de estos días no tiene que ver sólo con el nuevo tabú del aborto, sino también con la hostilidad profunda de la cultura del establishment hacia el catolicismo.
El contraste entre la belleza exuberante del paisaje y la belleza humana de la historia de Québec, con esta reacción irracional y suicida, produce un chirrido. Pero cuando las cosas han llegado a este punto, de poco valen las lamentaciones. ¿Cuál es la forma de la misión en un contexto como éste, sobré qué recursos se puede apoyar?
En primer lugar es importante notar que no se ha llegado hasta aquí sólo por una presión exterior. La propia debilidad de la Iglesia a la hora de transmitir, de educar y de dialogar tiene mucho que ver. Como advirtió el Papa, nos hemos preocupado mucho por la consecuencias éticas, sociales y culturales, pero con frecuencia hemos dado por supuesta la fe. Québec no es una excepción. Por tanto reconstruir la Iglesia desde su experiencia sustancial, regenerar su tejido comunitario, renovar su capacidad educativa y de propuesta, es la primera y más urgente tarea. Todo el pontificado de Benedicto XVI nos lo está mostrando. Esto repercutirá también en un nuevo estilo misionero, una forma desinhibida y desacomplejada de dialogar con el mundo, llena de estima por el corazón de los interlocutores y firmemente anclada en la experiencia de la fe. Algo de eso está demostrando el cardenal Ouellet con sus intervenciones.
Para todo esto despuntan hoy tres grandes recursos. La presencia de pastores capaces de hacer este diagnóstico y de traducirlo operativamente. Allí donde un obispo se coloca en esta clave las cosas empiezan a moverse y a cambiar; se genera una corriente de entusiasmo, se compacta el humus católico que aún perdura, se inicia un camino educativo. El segundo son los carismas que el Señor dona a su Iglesia para rejuvenecerla en el cansancio y el desgaste de la historia. Lo ha dicho también con elocuencia el Papa recientemente. Porque la capacidad de responder audazmente a los tiempos es ante todo un don del Espíritu y no el fruto de una planificación. Y tercero, la presencia de hombres y mujeres de pensamiento y de caridad, intelectuales y servidores de los pobres y abandonados. Como en la gran misión del mundo antiguo, sólo una fe amiga de la inteligencia y generadora de amor puede persuadir a las gentes. Québec como reflejo de todo un mundo. No estamos tan lejos.
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