La hecatombe de Valencia vuelve a confrontarnos con una cuestión que, después de tantos siglos de pensamiento humano, sigue siendo un escándalo para la razón, y causa de que la fe de muchos flaquee. Nos referimos al problema del mal, y al sufrimiento que el mal ocasiona. ¿Cómo es posible conjugar la existencia del mal con la existencia de un Dios bueno y providente? Es una pregunta tan ardua que ni siquiera los últimos Papas (lo mismo Benedicto que Francisco) se han atrevido a contestarla.
Para la teología católica, Dios no es un ingeniero que pone en marcha el universo y a continuación se ausenta, ni tampoco un ser que juega caprichosamente con las debilidades de los hombres. Por el contrario, Dios se revela como Padre bondadoso, sabio y omnipotente: porque es bondadoso, desea el bien de todo lo creado, y muy especialmente el bien del hombre; porque es sabio, conoce los medios para alcanzar su designio de bondad; y porque es omnipotente, realiza cuanto quiere y es razonable. Pero Dios ha dotado al hombre por respeto de un don prodigioso y a la vez terrible –la libertad–, gracias al cual nuestra vida no es la propia de las marionetas, pero que a la vez nos puede alejar y privar del bien. Ni siquiera aquel pecado original que se nos cuenta al principio del Génesis ha privado al hombre de la capacidad para elegir el bien y rechazar el mal; y Dios presta al hombre una constante inspiración sobrenatural para que conozca su propio bien y lo realice, salvaguardando su libertad.
Para la tradición cristiana, pues, el hombre no ha sido arrojado a un mundo regido por fuerzas oscuras y abocado a la nada, por más que las fuerzas oscuras nos merodeen siempre. Pero… ¿cómo explicar la enfermedad, el sufrimiento, las plagas y catástrofes naturales que golpean al hombre, si el mundo está ordenado y regido por Dios? La respuesta moderna al problema del mal provoca en el pensamiento una mutación en la concepción de Dios, que pasaría a ser un Dios creador de un orden mecánico de cuyo mecanismo se desentiende, inoperante en la historia y en la vida de los hombres. A esta concepción deísta sucedería una concepción atea, que entiende que la existencia del mal es prueba de la inexistencia de Dios.
Igual que Voltaire se escandalizaba de la existencia del mal ante el terremoto de Lisboa, desgracias naturales que causan gran mortandad y quebranto como la que acaba de ocurrir en Valencia nos escandalizan a nosotros. Son muchos los que culpan a un Dios en el que no creen, al que desprecian o ignoran; y también son muchos los que, desde una fe vacilante, se sienten envueltos en la oscuridad. Desde que Epicuro señalara la dificultad de conciliar la existencia de un Dios bueno y omnipotente y la existencia de males diversos que afligen al hombre, las mentes más preclaras de la historia del pensamiento han intentado arrojar luz sobre el problema del mal, desde San Agustín a Schopenhauer o Kant.
Para Santo Tomás, el mal no tiene naturaleza o esencia ni causa eficiente ni formal; es la "carencia de bien". Dios, por su parte, es causa primera de todo bien, y toda bondad participa de la bondad de Dios. El mal no podría tener, por lo tanto, su causa en Dios. Además, Santo Tomás distingue entre "mal físico" (dentro del cual podríamos incluir las catástrofes naturales) y "mal moral", que sólo se da en los actos humanos, entendidos como actos libres. De este modo, el único causante del mal moral es el mismo hombre, pues Dios quiso dejar al hombre en manos de su propio albedrío, tanto para el gobierno del mundo como de sí mismo.
Es relativamente sencillo aceptar que el "mal moral", como fruto de nuestra libertad, tiene efectos sobre nosotros y sobre quienes nos rodean. Pero, ¿qué decir del "mal físico" que escapa a nuestro alcance y que es permitido por Dios? ¿Debemos considerar que la Creación entera ha quedado dañada, como consecuencia de nuestra libertad utilizada para el "mal moral", y que tales desgracias son consecuencias de la misma? En diversos pasajes de las Escrituras, desde el libro del Génesis al Apocalipsis, leemos que cataclismos y plagas son un castigo que los hombres reciben por su deslealtad. Santo Tomás afirma que Dios consiente el sacrificio de bienes particulares en orden al bien universal; es decir, que Dios busca el bien último del hombre, algo que no se alcanza en esta vida ni en este mundo. Una respuesta que a las personas que han extirpado el horizonte ultraterreno les parecerá brutal; y que a quienes sigan mirando ese horizonte les parecerá insuficiente. Pero ahora vemos como en un espejo, confusamente; algún día veremos cara a cara.
Publicado en XL Semanal.