La cultura dominante invita, más aún, casi obliga a que el hombre se busque a sí mismo –en vano– sin otro horizonte que él mismo, su decisión o su acción; autónomo e independiente respeto de Dios.
El verdadero problema de nuestro tiempo es la falta de una antropología que haga remontar el vuelo al hombre de nuestros días, una visión verdadera del hombre, inseparable de Dios.
Ante un mundo desconcertado y una cultura desvertebrada y desnortada, cabe preguntarse: ¿A dónde apuntamos? ¿Tenemos fuerza para apuntar a algo o nos inclinamos con nuestro arco hacia el suelo? ¿Tenemos sentido del horizonte o razonamos que todo lo que no apunta al suelo es tontería? Los que ponen su confianza más en sí mismos, los que buscan el sentido de la vida humana sólo en el vivir de la realidad inmediata, en el ejercicio del libre albedrío, los que quieren sus propios caminos de libertad rechazando todo sentido de salvación divina, llegan a un mundo cerrado y sin esperanza. Todo esfuerzo del hombre sin Dios conduce a un callejón sin salida. Se origina una sociedad y una cultura llena de engaños y ficciones que necesita apoyarse en bastones y mirarse en mil espejos que les digan que son hermosos y fuertes. Se pierde la claridad interior y cada vez se le hace más difícil al hombre ver la jerarquía de los valores, distinguir lo principal y lo accidental y lograr un auténtico juicio.
Se vive según el cliché: «No hay Dios; y si lo hay, no interesa». En este cliché o visión se funda la crisis de nuestra cultura. En esta ausencia de Dios se gesta una sociedad que padece una profunda quiebra moral, una grave caída y pérdida de referencias y de valores morales, de lo que es bueno y malo por sí y ante sí más allá de la decisión para el comportamiento personal y social. En esta ausencia de Dios, se intenta –en vano– crear una sociedad nueva para la que se propugna, en orden a ser «moderna» y «progresista», que se prescinda de la moral «tradicional» como si se tratase de una imposición, descalificando incluso a quienes defienden unos principios morales válidos y universales más allá de cualquier confesión religiosa.
La ausencia de valores morales de los que sólo Dios puede ser fundamento, están en la raíz de los sistemas económicos que olvidan la dignidad de la persona y de la norma moral, del bien común, poniendo el lucro como objetivo prioritario y único criterio inspirador de sus programas.
El oscurecimiento de los valores morales «tradicionales» favorece el deterioro de la vida familiar y repercute de forma gravísima en los jóvenes, objeto de una sutil manipulación y de formas de consumo degradante que pretenden vanamente llenar el vacío de los bienes espirituales con un estilo de vida orientado a tener y no a ser, y que quiere tener más no para ser más sino para consumir la existencia en un goce que se propone como fin en sí mismo.
La idolatría del lucro y el desordenado afán consumista de tener y «gozar» son también la raíz de la irresponsable destrucción del medio ambiente, por cuanto inducen al hombre a disponer arbitrariamente de la tierra, sometiéndola sin reservas a su voluntad, como si ella no tuviera una fisonomía propia y un destino anterior dados por Dios, y que el hombre puede desarrollar ciertamente, pero que no puede traicionar.
¿Dónde vamos a parar con este pensamiento, que se pretende «único» en nuestra cultura y que, por ejemplo, considera «imposición moral» la defensa de la vida en todas las fases de su existencia, desde su gestación hasta su muerte natural? ¿Se puede tildar de «imposición moral» el defender la dignidad de todo ser humano y el propiciar que no se la instrumentalice para ningún fin? ¿Se puede acaso olvidar o rechazar que la ciencia sin conciencia se vuelve contra el hombre y lo destruye? ¿Se puede decir que es un «imposición moral» el apoyar como fundamento único de la familiar el matrimonio entre un hombre y una mujer abierto a la vida? ¿Se puede establecer como criterio de comportamiento personal y social lo que uno decide sobre sí o los otros, o lo que decidan simplemente mayorías?
Es preciso tener en cuenta que la «razón sola se vuelve fría y pierde sus criterios, se hace cruel porque ya no hay nada sobre ella. La limitada comprensión del hombre decide ahora por sí sola cómo se debe seguir actuando con la creación, quién debe vivir y quién ha de ser apartado de la mesa de la vida: vemos entonces que el camino hacia el ‘infierno’ está abierto» (J. Ratzinger), que el empequeñecimiento y empobrecimiento del hombre se hacen realidad palpable e insoportable.
De nosotros depende. Aún estamos a tiempo de apuntar con nuestro arco al suelo o al infinito, al horizonte donde está el futuro.