El pasado 22 de mayo falleció en Pamplona, en la Clínica Universidad de Navarra, el sacerdote y profesor de Ética (filosófica) don Modesto Santos. Puede ser que el gran público no lo conociera, pero quienes hemos sido sus alumnos y entendimos bien sus clases en la Universidad de Navarra, tenemos motivos sobrados para reconocer su sencillez y hondura académica e, incluso, para darlo a conocer.

En mi caso personal, don Modesto me dio clase durante mis estudios de Teología en dicha Universidad, cuyos dos primeros años eran, primordialmente, filosóficos. Él fue un profesor que ayudó a amueblar mi cabeza con la razón, pues sus clases y explicaciones, muy claras y sencillas, ponían las bases racionales de la Moral, de tal modo que puedan ser aceptadas y aplicadas por todo el mundo, creyentes y no creyentes. Siempre he pensado que la Filosofía, haciendo un símil, es como las cuatro patas de la mesa de la Teología y, de modo paralelo, la Ética filosófica es como la base racional en la que se apoya la Moral procedente de la Revelación divina.

Modesto Santos Camacho (1935-2024) nació en Fuencaliente (Ciudad Real). Fue profesor de Ética y Sociología de la Facultad de Filosofía y Letras y vicedecano de Investigación de la Facultad Eclesiástica de Filosofía en la Universidad de Navarra.

No recuerdo si directamente de él o como fruto de las reflexiones que en mí suscitaban sus explicaciones, don Modesto me inculcó esa distinción comentada entre la Moral (que parte de la Revelación divina) y la Ética (que parte de la reflexión racional, filosófica). Tengo muy presente haber aprendido que todo empieza por una intuición, un mandato universal (el cual puede comprender todo el mundo, sea o no religioso), natural y racional, pero indemostrable: "Haz el bien y evita el mal".

A partir de ahí, vamos construyendo racionalmente todo el edificio de la Ética, para cuya aceptación y práctica no hace falta ser creyente. Basta tener claro el concepto de dignidad de la persona, ese sello "invisible" e "indeleble" por el cual la persona solo es “digna” de ser tratada siempre como fin absoluto y no como medio o instrumento para otros fines; aspecto, este último, que, por otra parte, Kant ya trató en su "imperativo categórico". Otra cosa, como decimos, no es "digna" de la persona y ahí es donde se ve su "dignidad", esa "impronta sagrada" que la hace inviolable e inalienable, algo que cualquier persona sensata (religiosa o atea) puede apreciar, percibir y entender.

A partir de las lecciones de don Modesto, uno llega a sus propias reflexiones y sale reforzada la convicción de que fe y razón no se oponen, sino que se complementan. En efecto, lo sobrenatural no anula lo natural, sino que lo asume y lo eleva a un orden mayor. Y en eso reside, por ejemplo, la grandeza del cristianismo: en que, de alguna manera, "diviniza" todo lo humano, eleva el orden natural al orden sobrenatural, el orden de lo humano al orden de Dios. Del mismo modo, Ética y Moral no se oponen, sino que también se complementan e, incluso, diríamos que la Moral eleva la Ética, sin anularla, a un orden mayor: el orden de las cosas de Dios, el orden de lo sobrenatural.

Además, Ética y Moral se complementan y compenetran tanto que atentar contra un precepto de Moral (atentar contra Dios) acaba siendo perjudicial para el mismo hombre, como suele mostrar la experiencia. Solo Dios sabe lo que es bueno para el hombre que Él mismo ha creado y así lo establece en sus normas morales; y, al revés, violar un precepto ético, extraído por la recta y natural razón humana, siempre ofende a Dios, pues lo que ofende al hombre (criatura) ofende también a su Creador y máximo defensor.

Don Modesto Santos puso unas bases, pero quizá lo más notorio de su actividad académica es que me aportó las herramientas para aprender, sobre todo, a pensar en un campo, el de la Ética, no siempre fácil. Y, entre mis reflexiones (o no me acuerdo si entre sus enseñanzas) uno llega a preguntarse si, en última instancia, puede o no haber una ética sin Dios. Y la conclusión parece negativa, porque una ética que no remite a Él como garante de su cumplimiento o como juez que juzga nuestros actos es una ética fácilmente vulnerable, por muy basada que esté en la racionalidad o, si me apuran, en el consenso humano. El hombre, sin Dios, siempre puede saltarse la norma ética cuando le conviene o le gusta, pues, como supone que no existe nada ni nadie que le frene, que le juzgue, él mismo se convierte en creador de los valores, de las normas éticas o morales. Esto encierra un peligro muy grande, ya que el juicio y la voluntad de los hombres son tremendamente falibles y sometidos a cambios: lo que interesa o vale en un momento, puede no valer después.

En cambio, los designios de Dios son eternos e inmutables, fruto de una sabiduría perfecta que, por eso mismo, resulta infalible. No están, por lo tanto, sometidos a cambios ni, mucho menos, a posibles chantajes o caprichos humanos. Los actos y los acuerdos de los hombres, aunque sea en temas éticos, están sujetos a intereses, a antojos, a modas, a valores predominantes de una época, a vaivenes de la historia, al frágil juicio humano (que en un momento puede considerar bueno lo que luego convierte en malo…). Es decir, hay mucha debilidad en la ética cuando su procedencia es meramente humana.

Creo claramente que la Moral es superior a la Ética. Por eso, quienes postulan una ética de corte sólo civil pueden estar cargados de buena voluntad, pero también de escaso realismo: esta será siempre una ética que me puedo saltar cuando quiero o me interesa, sin que la ley ponga excesivos reparos, especialmente, cuando no altera demasiado el orden social. Lo dicho es importante, porque se puede hacer daño, por ejemplo, a otra persona (u ofender a Dios) sin que dicho acto sea perseguible por la ley. En este caso, ¿qué o quién garantiza que se restablezca la justicia? “Si Dios no existe, el hombre es un animal”, decía Dostoievski.

Además, la Ética no consiste de modo único en unas normas exteriores que hay que cumplir para garantizar unos mínimos de respeto y convivencia. Es algo mucho más profundo, pues se refiere también a los actos internos: a las buenas o malas intenciones, a los buenos o malos pensamientos, porque, como decía Jesucristo, “el hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca cosas buenas; pero el hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca cosas malas" (Lc 6, 45); es decir, que las obras internas influyen decisivamente en las obras exteriores, en nuestro comportamiento exterior. Por eso, si hemos de educar el corazón hacia el bien (nuestros sentimientos, intenciones y pensamientos…), entonces tiene que haber también una ética del fuero interno. ¿Y quién puede conocer o juzgar nuestros actos internos, sino solo Dios?

Las ideas aquí expuestas germinaron en mí gracias a las clases de don Modesto Santos. Por eso, le debo un agradecimiento personal sincero y le deseo, ciertamente, que descanse para siempre en paz, en el Bien y la Belleza que nunca terminan. ¡Hasta el cielo, don Modesto!