Es muy probable que, si en el futuro otro Pontífice reinante quiere escribir una nueva encíclica social, tenga que reconsiderar algunos aspectos de la enseñanza seguida hasta ahora, en primer lugar la valoración de la globalización. La epidemia de coronavirus ha revelado muchas ilusiones sobre este fenómeno, sus grietas, insuficiencias e incluso peligros. Cuando el Magisterio Social de la Iglesia hable de ello, lo hará de una manera muy diferente al pasado.
El tema de la globalización ya estaba presente en la encíclica Quadragesimo anno de Pío XI, en la Pacem in terris de Juan XXIII y en la Populorum progressio de Pablo VI, pero en aquel momento todavía no se llamaba así. Había una clara percepción de que en ese tiempo había centros transnacionales de poder de mucho nivel, que la cuestión social se había convertido en mundial, y que el tema del desarrollo tenía que ser abordado conjuntamente. La globalización también estaba presente en la Sollicitudo rei socialis de Juan Pablo II, pero en aquella época la cuestión aún seguía dominada por los dos bloques de Este y Oeste.
La globalización tal y como la conocemos hoy en día entra sólo en las enseñanzas de los últimos tres pontífices, sufriendo una aceleración decisiva con el Papa Francisco. Juan Pablo II la menciona en Centesimus annus, pero fue escrita en 1991 y en aquel momento no había nada parecido a Internet a nivel planetario. En cambio, la Caritas in Veritate de Benedicto XVI de 2009 habla mucho de ello porque para entonces la realidad de la globalización había entrado en su fase de madurez.
En ambos Papas la actitud es de prudencia: el “globalismo” es un error, la globalización es un proceso que debe ser gestionado, la globalidad entendida como la unidad de la raza humana es algo bueno. Ésta, en resumen, era la línea que se mantenía. La globalización como proceso se ve de manera neutral, puede ser positiva o negativa dependiendo de cómo se lleve a cabo. Como dijo Juan Pablo II en 2001: “La globalización, a priori, no es ni buena ni mala. Será lo que la gente haga de ella”. La globalidad concierne a la “unidad de la familia humana y su desarrollo en el bien”, que se convierte en el criterio ético fundamental para guiar y evaluar la globalización, como dice Caritas in Veritate (n. 42). El “globalismo”, por otra parte, es la exasperación ideológica de la globalización y termina en una opresión global plana gestionada por poderes transnacionales anónimos.
“Oponerse a la globalización ciegamente sería un suicidio” -afirma Benedicto XVI- porque es también “una gran oportunidad”, pero es necesario “corregir sus disfunciones", teniendo en cuenta que “presenta grandes dificultades y peligros”. Prudencia y equilibrio, por lo tanto, aunque Benedicto XVI se adelante, proponiendo una “verdadera autoridad política mundial” (n. 67): debe –nada menos que- “ser reconocida por todos, gozar de un poder efectivo” y de la “facultad de hacer respetar sus decisiones por las partes”. Una declaración que da miedo después de la experiencia del coronavirus.
Con el Papa Francisco, la adhesión de la Iglesia a la globalización se ha hecho ya efectiva. Se querría tener una especie de Schengen universal de las migraciones, se propone la sociedad mundial multirreligiosa y multiética como un bien común universal, se considera que cada muro y cada frontera es un pecado, se propone una colaboración mundial entre todas las religiones, se establece un proyecto de fraternidad universal, se sueña con una forma única de educación del ciudadano del mundo, se recogen todas las propuestas de la ONU, se movilizan los movimientos populares más heterogéneos en una especie de renovación social mundial.
Pero luego ha llegado coronavirus. Precisamente es la globalización la que lo ha hecho circular rápidamente y se han levantado de nuevo muros de cuarentena. La Plaza de San Pedro y la casa de Santa Marta también se han cerrado. Cada nación afectada ha tenido que hacer sus propias mascarillas y ventiladores para la unidad de cuidados intensivos. Ha habido que pagar incluso a médicos cubanos. Hemos tenido que recurrir al antiguo recurso del voluntariado local y no a la clase transnacional de gerentes globales. Los países europeos se han dado la espalda unos a otros. El Pacto de Estabilidad de la UE ha sido abolido sin ser reemplazado por ninguna medida común: cada uno para sí mismo y Dios para todos. Una ayuda económica significativa ha venido de Trump, que en cualquier caso apuesta por los muros, no por los puentes. Para salir de la crisis económica tendremos que endeudarnos, pero cada nación pagará, si puede, su propia deuda: no hay compensación solidaria.
El panorama ha cambiado y una futura nueva encíclica tendrá que revisar todo el expediente: la colaboración internacional no tiene nada que ver con la globalización, las naciones siguen teniendo una dimensión natural a la que no se puede renunciar, la soberanía (incluida la soberanía monetaria) de los Estados es sacrosanta porque las naciones también tienen derecho a la libertad en la búsqueda de su bien común, no hay una comunidad política mundial porque no hay un ciudadano universal que se pueda educar de manera uniforme, las finanzas supranacionales deben volver a la economía real, más allá del consumo, hay que recuperar el ahorro, la familia, el pueblo, la nación, las tradiciones, y los territorios no deben ser desarticulados.
Publicado en Brújula Cotidiana.