Las matanzas recientes perpetradas en Estados Unidos han provocado un alud de sandeces en torno a lo que ahora llaman «supremacismo», que no es sino el determinismo racial de toda la vida, para el cual existen razas superiores e inferiores. Este determinismo racial no es una idea salida del caletre de Hitler, Trump o cualquiera de los sucesivos ogros que los demócratas fetén eligen como chivos expiatorios de sus culpas, ni de las hordas que esos ogros acaudillan, sino que es una idea constitutiva de la modernidad.
En realidad, este determinismo racial no es más que la consecuencia inevitable de la aplicación del mecanismo de la «selección natural» a las sociedades humanas. Darwin hablaba sin rebozo de «razas superiores» y de «razas inferiores»; y consideraba que la propagación de las razas inferiores causaría un «grave detrimento a la especie humana». Y Renan, el gran apóstol de la tolerancia, en sus Diálogos filosóficos, afirma que, mediante el sacrificio de las razas inferiores, llegará la humanidad a instaurar un reinado de sabiduría y virtud universales. No olvidemos que Renan es el autor de una influyentísima Vida de Jesús en la que, a la vez que se presentan de forma merengosa las virtudes humanas de Cristo, se niega muy sibilinamente su divinidad.
Tanto Renan como Darwin parten de la premisa -necesaria para que pueda actuar el mecanismo de la selección natural- del poligenismo (que, a la vez que se carga el pecado original, se carga la Redención). O sea, la existencia de infinidad de comunidades de homínidos que a lo largo de los milenios se van convirtiendo en seres humanos plenos, aunque -desde luego- con diversos grados de «evolución» o «progreso» (o sea, en román paladino, pertenecientes a razas inferiores o superiores). En el poligenismo se fundan lo mismo las hipótesis darwinistas (dogmas de fe para el hombre moderno) que la filosofía etnicista de Renan; y se fundan también todas las abyecciones que han triunfado en las democracias modernas, desde las más radicales, como la eugenesia (que no fue un invento de Hitler, como piensan los cretinos), hasta las más buenistas, como el enjambre de seudoteorías paparruchescas sobre la influencia fatal del medio, según las cuales la voluntad humana no está regida por una ley moral inmutable que el libre albedrío sigue o infringe, sino por «condicionantes» del medio (climático, geográfico, social, económico, etcétera) en el que cada hombre se desenvuelve. Seudoteorías paparruchescas que adjudican a las personas rasgos de carácter o comportamientos diversos según su «procedencia geográfica», lo cual no es más que una forma edulcorada de racismo.
El determinismo racial, en fin, es una consecuencia lógica del poligenismo, una de las ideas medulares de la ciencia y filosofía modernas, que se puede proclamar por las bravas, disparando balas (como hace el energúmeno «supremacista»), o se puede maquillar, disparando ideas melifluas. Pero el único remedio verdadero contra este determinismo racial es afirmar (como hace el pensamiento tradicional) la unidad de procedencia de la especie humana, la comunidad de origen y de sangre de todos los hombres, su fraternidad constitutiva. Y predicar, sobre esa fraternidad constitutiva, el amor al enemigo, como se hizo en el Sermón de la Montaña; pero esta forma extrema de amor requiere la acción de la gracia divina. Y el hombre moderno reniega del auxilio de la gracia divina, porque -Verlaine dixit- se conforma con poco. Así, inevitablemente, será cada vez más racista, a la vez que más cretino; y, siendo más cretino, se consolará creyendo que el «supremacismo» es un invento de Hitler, Trump o cualquiera de los sucesivos ogros que los demócratas fetén eligen como chivos expiatorios de sus culpas.
Publicado en ABC.