Hubo un momento en que economía dejó de ser una mera «ciencia social» para convertirse en una religión; o, dicho más exactamente, en un sucedáneo de religión, una idolatría. La economía instauró un sistema de creencias, sometió el mundo a sus designios y nos explicó el papel que se nos había encomendado en ese mundo (que no era otro sino el de pobres esclavos a quienes se entretiene con el caramelo del consumismo); y, por supuesto, entronizó un dios omnipotente: el dios del mercado. La caída del comunismo -que, en términos estrictos, no fue sino una herejía del capitalismo- hizo más incontestable la omnipotencia de ese dios que extendía su dominio hasta el último rincón del planeta. Por supuesto, los sacerdotes de la idolatría se esforzaron en que sus crédulos adeptos no percibieran el carácter seudorreligioso del tinglado, pues de lo que se trataba era de que la idolatría siguiese siendo percibida como una «ciencia» tangible y cierta.
Así la economía fue desempeñando el mismo cometido que antaño desempeñó la fe religiosa: el mercado era el dios providente que tenía un plan de salvación para la humanidad; plan que, a simple vista, no se distinguía muy bien, por lo que hubo de crearse una casta de sacerdotes que lo explicaran. O que más bien lo enturbiaran; porque, a medida que la idolatría iba conquistando los corazones de los hombres, esta casta sacerdotal fue desarrollando jergas cada vez más abstrusas que impedían desentrañar el embeleco sobre el que la idolatría se sustentaba; y cuando tal embeleco se tornó por fin impenetrable, la idolatría ingresó en una nueva etapa, que podríamos calificar irónicamente de «escatológica», por lo que tiene de consumación o desenlace, aunque sin la recompensa que las escatologías religiosas reservan a sus fieles. En esta fase escatológica de la idolatría, vivimos en lo que Santayana denominó proféticamente «la niebla de las finanzas», un dominio de naturaleza fantasmagórica, volátil, que los sacerdotes de la idolatría lograron instaurar haciéndonos creer que el dinero podía crecer exponencialmente desligado de la riqueza real, con tan sólo apostarlo en la ruleta bursátil; y nos dijeron que, si participábamos del juego, ingresaríamos en una nueva era de crecimiento perpetuo. De este juego participaron también los Estados; y, engolfados en la niebla de las finanzas, se dedicaron a crecer y crecer y crecer (o sea, a gastar y gastar y gastar), inflados por la levadura de la euforia y el optimismo.
Pero riqueza no hay otra que la riqueza real; el tinglado financiero era tan sólo un invento de la idolatría que, como las chirlatas de los tahúres, mantuvo engañados a sus crédulos adeptos mientras los saqueaban; pues el llamado «capitalismo financiero», cada vez que vende sus valores bursátiles o reparte dividendos -cada vez que hace efectivas sus ganancias-, no hace otra cosa sino vampirizar la riqueza real, hasta dejarla exangüe. Y ahora los sacerdotes de la idolatría, que tienen cogidos por los huevecillos a los Estados que ingenuamente se pusieron a crecer y crecer y crecer (o sea, a gastar y gastar y gastar), confiados en aquel crecimiento exponencial del dinero que enjugaría sus deudas, exigen histéricos que el derrumbamiento de la idolatría se amortigüe saqueando a los pobres esclavos (ayer autónomos y pequeños empresarios, hoy funcionarios y pensionistas, mañana trabajadores). A Zapatero le toca hacer ahora de pobre pelele en manos de los sacerdotes de la idolatría, como una marioneta desvencijada que pronto será arrojada al baúl de los cachivaches insensibles; pero puede consolarse pensando que detrás de él otros muchos irán a parar al mismo baúl.
Porque es el fin de una idolatría; y ya se sabe que las idolatrías siempre acaban muy malamente, provocando la inmolación colectiva de sus crédulos adeptos.
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