El Papa ha dicho cosas sustanciales sobre la misión en su reciente viaje a Portugal. Cosas que debieran servirnos de estímulo y corrección pero que corren el riesgo de ser piadosamente ninguneadas. Con toda libertad ha dicho que la Iglesia está aprendiendo (todavía hoy) a estar en un mundo de antigua raíz cristiana pero que se aleja a marchas forzadas de la sabiduría de la fe. Ha profundizado en la misión como diálogo con las preguntas del hombre contemporáneo, ha subrayado la alianza esencial de fe y razón en este diálogo misionero, y ha subrayado la figura y la génesis del testigo.
Días antes, en el lejano Canadá, ha sucedido algo que ilustra eficazmente todo esto. En medio del vendaval de ataques a la Iglesia surgido de la crisis de los abusos, el profesor John Zucchi, de la Universidad McGill de Montreal, se decidió a publicar en el diario Nacional Post un artículo titulado «Por qué soy (todavía) católico» (Why I am (still) a catholic). Quizás nos resulte difícil imaginar el contexto de agresión mediática y hostilidad ambiental que en algunos sectores de las sociedades anglosajonas se ha vivido en las semanas pasadas hacia la Iglesia. Zucchi no se encastilló ni atrincheró, pues, como sostiene Benedicto XVI, incluso los que nos zarandean y desprecian nos están pidiendo razón de nuestra esperanza. «Al final todos nos la piden», había dicho el Papa en Oporto. Y eso es lo que sintió el profesor canadiense, que de aquel maremagnum de imputaciones brotaba una pregunta: pero tú, un científico, un hombre ilustrado del siglo XXI, ¿por qué sigues siendo católico?
John Zucchi no escribió un contraataque sino que realizó un ejercicio de fe y de razón que implicaba todas las dimensiones de su vida. Se colocó en medio de la plaza pública con su propia experiencia de hombre que desea la plenitud de la vida, que se interroga sobre el significado de la realidad, que desea la justicia y la felicidad, que se compromete junto a otros por el bien de la ciudad. Uno que no frena ni enmascara su deseo y que tampoco esconde su límite, uno que en medio de esta aventura dramática de la vida se ha encontrado con un hecho inclasificable, una presencia humana contemporánea que remite al acontecimiento de Jesús de Nazaret. El profesor de la McGill University conoce a sus colegas y conciudadanos, sus tormentas y prejuicios, su hosca animadversión hacia la institución eclesial. Pero no pierde el tiempo en equilibrar la balanza con tantos méritos evidentes de la Iglesia (¿qué sería Quebec sin su historia católica?) sino que arriesga su propia humanidad, entra en diálogo con el deseo de los otros que permanece bajo la máscara de su protesta.
Para él la Iglesia no es un perímetro de seguridades, no es el guardián de una serie de valores, ni siquiera el garante de la mejor cultura nacional. Zucchi habla de la Iglesia como de su casa, el espacio de la libertad y del cumplimiento de los deseos, la compañía que mantiene abiertas las preguntas, el lugar donde se renueva la presencia de Aquél cuya pretensión es ser el camino, la verdad y la vida de cada hombre. Es el ámbito en el que cotidianamente se puede verificar si aquella promesa de Jesús (quien me siga tendrá el ciento por uno) era una ilusión o empieza a cumplirse ya aquí y ahora. En su artículo Zucchi no esconde el pecado de los que forman la Iglesia, ni intenta minimizarlo. Él no pertenece al pueblo de los sin tacha sino a la compañía de los que siguen el atractivo de Jesús, que poco a poco cambia la vida, que te levanta del barro cada vez que caes, Aquél cuya última palabra es perdón y misericordia para tus debilidades. De nuevo recordamos al Papa: "ésta es la misión apremiante de toda comunidad eclesial, recibir de Dios a Cristo resucitado y ofrecerlo al mundo, para que todas las situaciones de desfallecimiento y muerte se transformen, por el Espíritu, en ocasiones de crecimiento y vida".
Así que los que esperaban la dura reacción del intelectual católico o las elucubraciones de un visionario oscurantista han descubierto al hombre pobre y necesitado, al hombre que sufre, desea y ama como ellos, que les ofrece una oportunidad única. Porque en el artículo no se habla de un elenco de principios ni se juzga el extravío moral de nuestra época (Zucchi está curado de espanto, convive con todo eso desde hace años) sino que se confronta el problema del afecto, del trabajo, de los hijos o de la enfermedad, con la experiencia cristiana vivida en la Iglesia. Y contra este testimonio se podrá maldecir y bramar (como han hecho no pocos en la versión digital del Nacional Post) pero nadie ha podido negar que eso les corresponde, que todo sería distinto si lo que cuenta John Zucchi fuese verdad. Y una colega ha sabido reconocer que «la fe es la conciencia de la presencia de Cristo en nuestro mismo ser, en nuestra necesidad de un plus de humanidad, como dice usted, profesor Zucchi».
No podemos contentarnos con lo que tenemos, o con lo que creemos tener como propio y seguro, ha dicho Benedicto XVI en Oporto. Escuchando el clamor de nuestro mundo se nos enciende el deseo de salir a su encuentro con la razón de nuestra esperanza, inerme y espléndida a la vez. Y entonces la Iglesia «se hace coloquio», ha dicho el Papa, sin imponer nada, proponiendo siempre. Como el coloquio suscitado por John Zucchi en Canadá. Así se hace misión.
Publicado en COPE