Desde la noche de los tiempos, los seres humanos hemos querido salirnos de la casilla que la naturaleza nos ha adjudicado, anticipando el destino glorioso que nos ha sido prometido. Hay en la naturaleza humana una nostalgia de divinidad, un ansia de una existencia eterna y ‘transhumanada’; de ahí que los seres humanos, a la vez que nos ‘autoafirmamos’ (a la vez que reforzamos la conciencia de lo que somos), deseemos ser algo más. Tenemos el anhelo de abandonar la casilla que la naturaleza nos ha adjudicado, queremos ‘salir’ de nosotros mismos, rebasando los límites dentro de los cuales hemos sido confinados.

En algunos casos, este deseo de trascendencia que nos invade se refuerza con el deseo de escapar al dolor (físico o moral) que nos aflige, convirtiéndose en una vía de escape a través de la que sublimamos nuestros sufrimientos. Pero, en muchos otros casos, el deseo de trascendencia puede existir sin que concurran padecimientos físicos o psíquicos. También las personas sanas y afortunadas sienten el anhelo de ir más allá de sí mismas, sienten un profundo disgusto hacia su propia personalidad, sienten una ardiente ansia de liberarse de esa insatisfactoria identidad que perciben como una jaula (aunque se trate de una jaula dorada, aunque dentro de ella disfruten de perfecta salud y de todo tipo de dichas). Cualquier hombre o mujer, tanto el ser más feliz como el más desgraciado, puede sentir, repentina o paulatinamente, este ‘desacuerdo’ con su propio ser. Y esta conciencia de ‘desacuerdo’ puede engendrar un agónico y perentorio deseo de abandonar la cárcel del yo, para volar libre de ataduras.

Ser lo que somos es, en efecto, muy fatigoso; y es natural que estemos ansiosos por desbordar nuestras limitaciones. Esta conciencia afligida de la condena que constituye nuestra vida cotidiana nos la brinda nuestra naturaleza caída. Y es una pesadumbre que sentimos todos los seres humanos, con mayor o menor intensidad según el grado de conciencia que tengamos de lo que somos. Si sentimos el impulso de salir de la casilla que la naturaleza nos asignó es porque sabemos quiénes somos realmente; porque íntimamente conocemos (aunque no sepamos formularlo) el fin último, el propósito y meta de nuestra existencia, que no es otro sino fundirnos con el fundamento de nuestra vida, de tal manera que ese fundamento inunde nuestra conciencia, como le ocurre a San Pablo cuando escribe a los gálatas: «Estoy crucificado con Cristo y, sin embargo, vivo: mas no soy yo quien vive; es Cristo quien vive en mí».

Cuando logramos trascender nuestro yo caduco, nuestro yo eterno es libre de hacer efectiva esa fusión. Aunque todavía atrapados en un cuerpo perecedero, sabemos que formamos parte de lo eterno. En algunos seres privilegiados, esta fusión puede llegar a ser plena en esta vida, mediante la unión mística. El común de los mortales, en cambio, tenemos que conformarnos con morir para que esa fusión se produzca; y, entretanto, mientras dura esta vida, sólo podemos preparar el camino ascendente hacia esa liberación, predisponiéndonos a recibir la gracia que nos ayuda a olvidarnos de la honda insatisfacción de ser caducos y ‘sentirnos’ eternos. A preparar este camino de liberación se dedica la religión, que torcidamente asimilada puede convertirse también en un obstáculo, degenerando en un ‘activismo’ desnortado, o bien en fantasías y visiones autoinducidas.

Pero ¿qué ocurre en aquellas sociedades y fases de la Historia en que la religión no acompaña nuestro apasionado deseo de sobrepasar los límites de nuestro yo caduco y prisionero? Entonces el camino hacia la liberación deja de ser ascendente. Y el ansia humana de trascender la casilla que la naturaleza le ha asignado se convierte en una evasión hacia abajo (mediante sustitutos groseros de la gracia, como el alcohol o las drogas), hacia un estadio de animalidad y desvarío mental; o bien se desplaza horizontalmente en algo más vasto que el yo, pero no más alto ni esencialmente otro, tratando de abarcar bulímicamente experiencias humanas diversas. Entre estos desplazamientos horizontales se hallan las llamadas teorías de género, que prometen a los seres humanos salirse de sus casillas, con tan sólo ‘sentir’ que son otro. Inevitablemente, estos sustitutos del camino ascendente, estos sucedáneos grotescos de la gracia, son insatisfactorios en el mejor de los casos y casi siempre desastrosos, porque lejos de apaciguar el disgusto humano no hacen sino agigantarlo, hasta convertirlo en desdicha irrevocable.

Publicado en XL Semanal.