Un cura es un varón que ha recibido lo que antiguamente se llamaban las “Sagradas Órdenes”. Un cura es un sacerdote, en el sentido de persona elegida por Dios para la renovación de cada uno de los siete sacramentos instituidos por Jesucristo. Un cura es alguien preparado para la prédica de la Buena Nueva. Es más, un cura es la persona escogida y dignificada con la gracia especial de su diaconado y su presbiterado para transmitir las verdades de fe, para hacer llegar al pueblo a él encomendado la misericordia divina presente en cada una de las escenas de los evangelios, para custodiar a sus fieles desde el Bautismo a las exequias fúnebres. Un cura es un consejero, un especialista en la dirección de las almas en el propósito de su salvación. Un cura es un misionero, bien en tierras lejanas a las que todavía no ha llegado la cruz o continúa sin arraigar la dulzura de Cristo, bien en el entorno que le vio nacer, necesitado también del cumplimiento de la vocación misionera que cada cristiano recibe con las aguas bautismales. Un cura puede ser motor para la puesta en marcha de numerosas iniciativas apostólicas (que no meramente sociales), como universidades y escuelas, hospitales y dispensarios, comedores públicos y pequeños negocios para las familias pobres, proyectos dirigidos siempre al reconocimiento de la dignidad de los hombres, sean cristianos o no. Un cura es formador de catequistas entre los seglares, para la difusión del Evangelio que compete a todo católico. Un cura es correa de transmisión de la jerarquía de la Iglesia entre los fieles, muy especialmente del Magisterio del Papa y de su obispo. Un cura es ascua al rojo vivo, un tronco que prende, una llama que aviva el ardor del amor de Dios y del servicio al prójimo. Un cura es fuente de inspiración en la vivencia de las virtudes teologales, cardinales y morales, que sostienen el vivir de un buen cristiano. Un cura es un hombre que apenas tiene tiempo para sí, que vive para Otro y para los otros las veinticuatro horas del día. Un cura es un maestro de oración, pues se alimenta de su vida interior, soporte de la eficacia de toda su actividad. Un cura es mediador entre las diferencias humanas, apaciguador de las pasiones que nos enfrentan a unos con otros. Un cura es una persona equilibrada en sus afectos, que renueva constantemente su compromiso de castidad, apoyado en la suma libertad de su prudencia. Un cura es una boca callada para todo aquello que no le compete, que guarda para sí, con celo, sus preferencias políticas y sus opiniones en todo aquello que es discutible. Un cura es un hombre que no impone la fe sino que la propone desde la alegría, la sencillez y el empeño en parecerse cada día más a Jesús. Un cura es paciente a la llegada de los frutos, convencido de que su única obligación es sembrar, no cosechar. Un cura tiene su negociado en el confesonario, desde donde imparte la justicia de un Dios que solo sabe perdonar. Y no lo hace en nombre propio sino en el de la misma divinidad, de la que se reviste cuando con su brazo hace la señal de la cruz y recita la fórmula del perdón. Un cura es un hombre que vive con el corazón en la Eucaristía y que, por honrar al más grande de los sacramentos, se esmera en el cuidado de la liturgia, en la preparación de sus homilías, en el mantenimiento del templo, en la limpieza de los lienzos que visten el altar, del cáliz y de la custodia. Un cura es un varón de corazón limpio, que despierta cordialidad en niños, jóvenes, adultos y ancianos, que le ven como un padre manso que vela por todos. Un cura no esconde su condición, no disimula, no se diluye en la masa por el miedo de representar a Cristo, no espera parabienes ni premios. Le basta servir a Aquel que le llamó y a su madre, la Virgen.
Quizás el lector piense que tan larga explicación es innecesaria, porque el sustantivo “cura” da por sentado todo lo escrito. Sin embargo, urge recordarlo, pues la confusión generada por los abusos de aquellos sacerdotes miserables que traicionaron la confianza del Cielo, que son piedra de escándalo y dolor, de delito y daño, hijos del diablo, lobos vestidos de oveja, parece hacer sospechosos a todos. Y no hay nada más lejos de la verdad.
Publicado en El Observador (México).
Tomado del blog del autor.