El punto de partida de las últimas centurias: fe racional, legalista, de méritos propios y esfuerzo. Frente a la gratuidad de la salvación, el famoso Dimas Way, que ha caído en el olvido.
Venimos de generaciones de ascéticos atletas con mayor o menor fortuna, acumulando méritos pretéritos en una especie de medallero espiritual de objetivos y manos llenas.
El top 40 de nuestras melodías favoritas: "Obras son amores y no buenas razones", o el clásico de "A Dios rogando y con el mazo dando". Y nos olvidamos de Dimas.
Cuando leí la exhortación apostólica Evangelii gaudium del Papa Francisco de finales de 2013, me llamó la atención una frase que anoté en un cuaderno de esos que luego nunca relees: "Neopelagianismo autorreferencial y prometeico".
Me pareció que había miga y que era algo relevante. Pero, a decir verdad, es muy probable que lo memorizase para poder soltar la frasecita como un cultismo pedante con el que presumir si la ocasión lo requería. Evidentemente no me di por aludido allá por 2014, cuando quedó grabado en mi memoria.
Y ahí quedaron esas tres palabras tan molonas, criando malvas en mi agenda y carentes de sentido. Años después, el Ruah Power sopló en mi corazón de piedra desvelando poco a poco algo así como la vida en el Espíritu. Y digo poco a poco porque en estas seguimos, un pasito p’alante y dos para atrás. Porque pese a nuestra dureza de corazón, somos muchos cristianos los que sentimos que tras centurias de Fe racional, de normas y leyes, donde la tentación era un semipelagianismo práctico en búsqueda de méritos propios, estamos en plena renovación. Son los tiempos del Espíritu. Tiempos de redescubrir la gratuidad de la salvación del viejo Dimas, que no merecía estar en tiempo real en el reino de los Cielos. Y le fue dado gratis tras su profesión de fe.
Aunque parezca extraño, ya sea por el pecado original, o por el pecado original, no nos gusta la gratuidad en la vida en el Espíritu. Tampoco en nuestra vida corriente. Lo que recibimos gratis lo vestimos de derechos y méritos porque nos cuesta reconocer que somos criaturas y no dioses. Queremos creer que es por nuestros méritos y no por Providencia.
Y es que cuando relees a San Pablo, cartas a Gálatas, Efesios y demás compañeros mártires con los ojos del Espíritu, la cosa cambia. Y mucho.
Una vez me tocó la lotería de Navidad. Un quinto premio en plena universidad da bastante juego, como es de imaginar. Era de una asociación con la que colaboraba (y colaboro). Y como otras tantas, vende participaciones para sacar un dinerillo. Ese año, en vez de ir vendiendo las participaciones a dos euros y pico, por comodidad, pagué el taco entero y lo encerré en un cajón.
El sábado -día del sorteo- mi amigo Miguel, también de la asociación, me despertó temprano preguntando si jugaba algo. Le dije que sí, sin mucha convicción y un poco molesto por la hora. Un tanto ladino me preguntó que cuánto jugaba y ante mis evasivas y por la impaciencia me dijo que nos había tocado.
Ese sábado por la noche quedamos toda la cuadrilla para celebrarlo. Quien más quien menos había comprado alguna participación, ya sea por afinidad o por compromiso. Y como la ocasión lo merecía, lo celebramos en el Bar Tropicana de la Plaza del Castillo de Pamplona pidiendo champán para todos. Era 22 de diciembre; que yo recuerde, fue la primera y última vez que pedimos espumoso en nuestro garito favorito ante la sorpresa del barman regente, más acostumbrado a nuestros regates que a nuestras dádivas.
Esas navidades, el debate y análisis se centraron en justificar el merecimiento de nuestra pequeña fortuna. En mi caso, la tesis común se basó en mi habilidad de generar una "fortuna pasiva accidentalmente buscada". En otros casos el mérito era "fidelidad merecidísima" debido a que todos los años compraba a la asociación. Otros, porque habían sido lo suficientemente hábiles comprando participaciones que sin compartir los fines de la asociación fueron llevados por un olfato intuitivo y una corazonada. Incluso hubo algún cachondo que decía que compró el número porque le gustaba. Pálpito le llamó entonces.
Pasadas las navidades nadie quería reconocer que aquella lotería fue pura gratuidad no merecida. Que en aquella lotería no hubo mérito ninguno por nuestra parte para merecerlo, fue algo accidental o como decimos los cristianos: providencial.
En la vida espiritual pasa algo parecido. Nuestra soberbia y nuestro orgullo quieren hacernos creer que somos prometeicos por nuestros méritos y esfuerzos. Nos tienta más ser autorreferenciales que Cristocéntricos. Buscamos más a Pelagio que a Dimas.
Pero a pesar de nuestra naturaleza caída, el Espíritu Santo ha venido a efusionarnos en estos tiempos de apostasía y de sequía. Ha venido la caballería, preludio de esa victoria final.
Quizá todavía no sea tu experiencia, pero el Espíritu de Dios sopla imparable, con fuerza y con poder para quien no esté cerrado al nuevo Pentecostés.
Eso sí, que no se nos suba el pavo, porque esa salvación es gratis et amore.