En un principio, los paganos convertidos estaban ya casados en su mayor parte cuando recibían el bautismo. Éste transfería al plano de la vida cristiana el matrimonio ya contraído.
Recordemos que el matrimonio antiguo era la reunión de dos personas, varón y mujer, con vistas a la gestión de un patrimonio y a la procreación de hijos, que continúan la familia y pueblan la ciudad. El matrimonio era objeto de un acuerdo entre las familias, conviniendo éstas, muchas veces cuando ambos eran todavía niños, en que cuando tuviesen edad de casarse, se celebraría el matrimonio.
Otras veces, como sucedía en la antigua Grecia, el hombre se casaba ya adulto, y por tanto era él quien decidía con quién casarse, decidiendo por ella su padre o tutor. El matrimonio introducía sangre nueva en las familias, obligadas a ampliarse para poder continuar. Como expresaba Demóstenes en el siglo IV antes de Cristo: “Nos casamos para tener hijos legítimos”. Por ello, si las mujeres casadas tenían que ser fieles, más que por razones morales, para que no pudiese discutirse la legitimidad de sus hijos, no sucedía lo mismo con los varones, que podían tener concubinas y frecuentar a las prostitutas.
Esto no quiere decir que no haya podido existir el amor en el matrimonio, pero la civilización grecorromana no ponía el acento sobre él, aunque no faltaron filósofos, especialmente entre los estoicos, como Musonio Rufo, Epícteto o Séneca, donde el matrimonio aparece como el más fuerte de los lazos individuales y el único lugar donde los placeres carnales son legítimos.
Los Padres de la Iglesia no pueden dejar de ver el matrimonio con la mentalidad general de su época. Además, en su mayoría tenían una formación filosófica neoplatónica con su concepción dualista alma-cuerpo y se vieron fuertemente influidos por el rigorismo estoico, donde había una poderosa tendencia contra la valoración positiva del placer sexual, al que consideraba contrario a la templanza (filosofías estas que no son precisamente las mejores para poder exaltar el matrimonio). Además, ante la espantosa corrupción de costumbres insisten en el ascetismo y en la belleza de la castidad cristiana, hablando a menudo del matrimonio en comparación con el celibato o virginidad por el reino de los cielos, comparación en la que tampoco el matrimonio salía bien librado. Todos estos factores no son los más apropiados para poner de relieve las riquezas del matrimonio y los beneficios que confiere a los esposos.
A pesar de ello, los Padres vislumbran el ideal de una sexualidad humana vivida en plenitud e iluminada por la fe, y desarrollan así poco a poco una visión cristiana del matrimonio, vinculada a los valores evangélicos y a la enseñanza de Jesús y los apóstoles, por lo que era lógicamente distinta en algunos aspectos de la concepción pagana. Su reflexión no fue generalmente de forma sistemática, sino enfrentándose a una serie de errores que les ayudarán progresivamente a formular la doctrina cristiana. En consecuencia, se enfrentaron con las tendencias rigoristas de los encratitas, gnósticos, maniqueos y priscilianistas, para quienes el matrimonio era cosa mala, así como de los montanistas y novacianos, para quienes lo eran las segundas nupcias, pero también contra las tendencias laxistas que intentaban colocar el matrimonio por encima o en igualdad con la virginidad.
Apenas hay documentos de los primeros siglos. En ese tiempo los cristianos celebraban su matrimonio como los demás, reconociendo y aceptando las leyes imperiales en lo que no contradecían a la fe. Presidía el padre de familia, celebrándose la fiesta del compromiso conyugal de acuerdo con los ritos familiares y con las leyes de la ciudad. La Iglesia se contenta con tomar acta de una unión que se celebra normalmente fuera de ella.
Pero la fe cristiana tuvo consecuencias en la concepción del matrimonio y familia. Se destierra la poligamia, se condena el concubinato, se eleva la mujer al rango de compañera del marido, no se prohíbe el matrimonio para los esclavos, mientras la hospitalidad, el gobierno de la casa, la exigencia de la fidelidad recíproca y la indisolubilidad del matrimonio, así como el poder total del padre sobre los hijos se transforman en deberes de acogida y educación.
Todo esto indudablemente tuvo como consecuencia el atraer a muchas mujeres hacia la Iglesia y que de hecho éstas fueran las grandes propagadoras del Cristianismo.
Los apologetas pudieron en consecuencia oponer la manera de obrar cristiana a la voluptuosa de los paganos, resaltando que los cristianos, aunque se casan de la misma forma que los paganos, no lo hacen con propósitos carnales, sino que consideran santo el matrimonio y tienen el deseo de formar una familia y educar a los hijos.
La cultura machista del mundo pagano tenía al matrimonio en baja estima y el divorcio era comúnmente admitido, viviendo generalmente las mujeres en situación de sumisión y dependencia, aunque con notables diferencias entre unos pueblos del Imperio y otros. Los hombres tendían a ser muy promiscuos y abundaba la prostitución en las ciudades grecorromanas. Para evitar las consecuencias, los romanos se servían de un amplio inventario de medidas anticonceptivas. Las técnicas abortivas hicieron su impacto en la pérdida de fertilidad y aumento de mortalidad en las mujeres. La exposición de niños no deseados era una práctica común, especialmente si el recién nacido era una niña, por lo que en la población adulta había más varones que mujeres, estando esta exposición justificada por la ley y defendida por los filósofos.
La preocupación de la Iglesia en la cuestión matrimonial no era ni jurídica, puesto que aceptaba la legislación romana en lo que no contradecía a la fe, ni litúrgica, sino pastoral, especialmente en los planos religioso y moral. Se trataba de proteger el matrimonio de los cristianos de influencias paganas nefastas, instando a los suyos a vivir según el Señor (cf. 1 Cor. 7,39).