La economía no es una forma de existencia, solamente la base de la subsistencia. Algo tan sencillo resulta difícil de encajar para los economistas de nuestros tiempos, tal como para los del pasado. Si los diferentes métodos de producción no son capaces de fabricar razones para vivir, distintas maneras de ver la existencia, por contra, pueden propiciar viables modos de subsistir. Así lo entendieron Hilaire Belloc y G.K. Chesterton cuando apostaron fuerte por el distributismo, basándose en la doctrina social de la Iglesia.
Más que una teoría económica, empezó siendo una filosofía económica. No fue una línea equidistante entre el capitalismo y el socialismo, fue una alternativa frontal que figuraba en otro plano muy diferente. El distributismo fue eclipsado por el ruido ensordecedor de ese monstruo bicefálico formado por el capitalismo y el comunismo, que aún mantiene abducido al hombre. Empero dialécticamente demostró que el hombre no era ni el objeto de la producción manufacturera, ni el objeto de la producción revolucionaria: tenía que ser el protagonista de la Historia y de la Economía.
Los economistas que hoy minusvaloran a los distributistas se equivocan, como se equivocaron los de su época. Fueron los primeros pensadores en advertir que el principal agente económico no era ni la empresa ni el Estado, era la familia: la primera unidad creadora. El primer átomo de la civilización también iba a crear la Economía. El distributismo plantea la economía desde el origen del hombre, sin caer en anacronismos: busca una economía con el mayor número posible de propietarios de los medios de producción. Algo nada descabellado. Hijas de esta idea son las empresas de economía social, como las cooperativas o las sociedades laborales, formas jurídicas de gran vigencia, que en épocas de crisis son mucho más estables.
Sin embargo, a las ideas gigantes las asola unas veces la sombra de la sospecha, otras la invisibilidad. En los manuales para iniciados, el sistema económico es la forma en que una sociedad da respuesta a qué, cómo, y para quién producir, pero lo cierto es que esa es solo la cara organizativa. También es la manifestación de una manera de entender la vida. El distributismo no triunfó porque no interesaba: las élites tenían otros planes. Su desarrollo no interesaba, ya que hubiera supuesto: la proliferación masiva de cooperativas, la preeminencia de las pequeñas y medianas empresas y la afluencia de sociedades participadas por trabajadores. Hubiera dado lugar a una economía con mayores sinergias entre muchos, a una mayor productividad del factor humano por sí mismo, a un incremento del capital humano, a una mayor solidez del empleo, a una actividad productiva más diversa y equilibrada y a un funcionamiento más saludable de los mercados, donde las grandes compañías hubieran conocido rival.
No se puede decir que la idea del distributismo fuera cosa de diletantes: algunos ínclitos economistas como el alemán E.F. Schumacher lo asimilaron y desarrollaron sin vacilaciones. En España, a principios del siglo XX, se habían creado numerosas asociaciones agrarias, cajas de ahorros, cooperativas de trabajo y sindicatos: en total, más de novecientas organizaciones. En Inglaterra, en nuestros días, algunos partidos políticos defienden ideas distributistas.
El distributismo es la única corriente de pensamiento que privilegió el factor humano por encima del capital, sin descartar la importancia de este último y manteniendo el derecho a la propiedad privada. También solucionó el dilema entre supervivencia y conciencia, que jamás abordaron los sistemas económicos convencionales. Para el capitalismo la eficiencia de los mercados era incompatible con la conciencia y
ocurría otro tanto con la producción colectiva del socialismo.
El distributismo no venció (tal vez no era su guerra), pero convenció. Chesterton creía en el distributismo. A diferencia de muchos economistas y filósofos coetáneos, él sí creía en el Hombre. En su horizonte veía un hombre nuevo: el hombre distributista.