Según la concepción tradicional, lo que define al hombre reside en la distancia que media entre lo que hace y lo que debe hacer en torno a su fin último, que no es otro que Dios. En contraposición, la concepción moderna del hombre invierte los términos y reza que aquello que dictamina lo que el hombre debe hacer es justamente lo que el hombre es, en lo que dé de sí su estado de espontaneidad permanente.
En el nuevo proyecto de ley trans barajado en los pudrideros de la política española, descuella una vuelta de tuerca más en la negación definitiva de la naturaleza del hombre. Vista en perspectiva, la elección del sexo de curso legal constituye la culminación en puridad de algunos tratados de la modernidad que ya apuntaban maneras en esa dirección. Concretamente, la vinculación entre la imposición legal de la transexualidad como carta de presentación antropológica y el naturalismo de Rousseau no deja lugar a dudas. E igual de límpido es el hilo conductor con el idealismo de Kant, o la autodeterminación hegeliana del individuo con la inestimable colaboración del Estado.
Rousseau galleaba que todo lo que sale de la naturaleza espontánea del hombre es de suyo bueno. Kant (precursor del sentimentalismo y de la filosofía del valor) separó la voluntad del entendimiento y la hizo funcionar a ciegas; en otras palabras, el juicio de las realidades, no según la verdad objetiva sino según el valor práctico para el individuo. ¿Y quién podría dar rienda suelta a esas aspiraciones sino Hegel con su Estado despótico, para quien la voluntad libre era la misma voluntad? Según Hegel, el Estado es el único que puede hacer realidad los sueños volitivos del individuo conforme a las leyes.
La inviabilidad del cambio real de sexo hace de las castraciones, medicaciones e implantaciones una sarta de maniobras de afirmación identitaria en balde. Los teorizadores de la física lo pasarán en grande a cambio de que los sufridores del desorden padezcan un intento malogrado de subversión metafísica. Poco importa a los teorizadores y leguleyos del género que de las circunstancias no se puedan obtener los principios de lo cognoscible, creen haber encontrado la solución a la disforia de género: para las tribulaciones de la volición, nada como la ley positiva a discreción.
Para desmontar la inautenticidad de las cosas, la escolástica contaba con los trascendentales: ser, verdad, y bondad. Según los escolásticos, el ser se refiere a las dos facultades del alma: el conocimiento y la verdad. De manera que la concordancia del ser y la inteligencia se entiende por “verdad“ y la discordancia por “falsedad“. Además, la acomodación o aceptabilidad del ser se llama “bien“, y el rechazo volitivo se llama “mal“. En el caso que nos ocupa, en la transexualidad no se halla ni concordancia del ser y la inteligencia, ni aceptabilidad del ser.
De lo que se sigue que, por más que estrague al homosexualismo patentizado y a los leguleyos que bailan al son de la farsa, la transexualidad no existe. Lo que no es verdadero ni bueno, no puede existir más que en la apariencia, con independencia de la cirugía física e intelectual con la que se aplaudan los trastornos del ser. Si bien queda claro que nada de eso importa a los políticos de espíritu positivista, ni a los homosexistas patentizados. Ambos repudian sin dolor la libertad cristiana de negarse a uno mismo en pos del fin último del hombre, por eso se decantan por la libertad de la carne, caracterizada por la reafirmación del individuo, en este caso a costa de las podas e injertos a las que se someten unos cuantos desdichados para vivir en el vodevil identitario.
Lástima que, como enseñan los escolásticos, la verdad y la bondad no añaden ni quitan al ser, ex parte rei, es decir, son idénticos con el ser. Donde faltan la bondad y la verdad, no hay unidad ni reside el ser, solo queda el positivismo travestido de lo que no puede ser.
Tal como sostenía Santo Tomás en De Veritate, los humanos no somos la medida de las cosas: “En lo que el saber y sentir se refiere, somos medidos por las cosas que están fuera de nosotros“. Hablando de medidas, entre la verdad y la ficción existe idéntica distancia que entre un doctor de la Iglesia y el doctor Frankenstein. Y como no hay pecado de soberbia que quede impune, todos los tratados de Hegel, Kant y Rousseau para entronizar la voluntad del individuo han quedado retratados con justicia en el vodevil identitario del mundo travestí y las gónadas postizas.
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