Las sociedades escépticas, tras perder la fe en una vida de ultratumba, caen tarde o temprano en la desesperación y el suicidio, aunque su irrisoria pretensión sea disfrutar a tope de la vida. Pues, después de los disfrutes, llegan siempre los padecimientos físicos y espirituales, que antaño se consideraban penitencias llevaderas en comparación con la bienaventuranza eterna; pero ahora los padecimientos, perdida la fe en esa bienaventuranza, se vuelven de súbito insoportables y sin sentido, y necesitan ser borrados mediante nuestra extinción física, cuanto más indolora y rápida, mejor.
Las sociedades escépticas no saben arrostrar la muerte con serena naturalidad. Así que se dedican alternativamente a adular y deprimir a las personas: mientras están sanas, la ciencia y el progreso les inspiran ideas eufóricas y engreídas, haciéndoles creer que son semidioses; en cambio, cuando están enfermas y no tienen remedio (es decir, cuando la ciencia y el progreso se revelan insuficientes o inútiles), se les dice que valen menos que un gusano. Exactamente lo contrario sucede en las sociedades religiosas, donde a las personas sanas se les repite que están hechas de barro; mientras que a las personas enfermas se les recuerda que sus cuerpos hechos papilla serán semilla de resurrección.
En las sociedades escépticas, los semidioses huyen de la muerte como pollos descabezados, recurriendo a la gimnasia, la cosmética y la cirugía por ahuyentar patéticamente el fantasma de la decrepitud. Y cuando ese fantasma acaba por hacerse presente, los semidioses se metamorfosean en gusanos e imploran la muerte. En las sociedades religiosas, nadie implora la muerte, aunque todos la aguarden tranquilos, aceptando el envejecimiento y el dolor, porque saben que los peores achaques son naderías, comparados con la bienaventuranza eterna que les ha sido prometida.
En las sociedades religiosas, existe una comunidad que vela por el enfermo y lo ayuda a sobrellevar sus padecimientos, rezando por él y con él, brindándole consuelo, anticipando a su lado la bienaventuranza. En las sociedades escépticas, para demostrar que somos semidioses, nos liberamos de la comunidad y disfrutamos de plena autonomía; y cuando el sufrimiento se convierte en algo inasumible que amenaza esa orgullosa autonomía, exigimos que la ciencia y el progreso nos libren de todas las enfermedades. Pero resulta que la ciencia y el progreso se muestran incapaces ante muchas enfermedades, por lo que –¡a falta de pan, buenas son tortas!– nos ofrecen extirparnos el sufrimiento... extirpándonos también la vida. En las sociedades escépticas, la compasión exige eliminar el sufrimiento matando al enfermo, al revés de lo que ocurre en las sociedades religiosas, donde la compasión exige velar el sufrimiento del enfermo hasta la muerte, para acompañarlo hasta el umbral mismo de la bienaventuranza, donde será por completo resarcido. Tan 'por completo' que ese resarcimiento no incluye sólo nuestra alma afligida, sino también el barro con el que hemos sido moldeados, también nuestra carne decrépita que pronto se convertirá en polvo y que también padece en vida mil penalidades. La muerte, en las sociedades religiosas, se afronta mirando a los ojos a la bienaventuranza no sólo del alma, también de la carne.
Dios llega a nosotros por la carne, se hace una sola carne con nosotros, en un desposorio eterno cuya consecuencia natural es la posesión divina de cada una de nuestras fibras a través de la resurrección. Saber que nuestra carne ha sido también incluida en la alianza que Dios entabló con los hombres: este es el corazón de la fe, lo que distingue una sociedad religiosa de una sociedad escéptica. Sólo la resurrección de la carne sostiene la supervivencia de la persona más allá de la muerte. Y esta supervivencia ultraterrena implica que seguiremos siendo quienes ahora somos, bajo otra forma de vida superior, infinitamente más plena, en la que el alma no se sienta dentro del cuerpo como en una cárcel; y en la que el cuerpo no esté sometido a los padecimientos. Quienes creen sinceramente en esto no temen a la muerte, ni tiemblan ante la enfermedad, ni ceden al desaliento, por más que los desalientos y las enfermedades los machaquen. Si el grano cae en la tierra y muere, da fruto. Las sociedades religiosas saben que nuestros cuerpos, machacados por el sufrimiento, abatidos por la muerte, brotarán un día con nueva vida y florecerán como rosas bajo el sol de la eternidad. Por eso en las sociedades religiosas se vive humanamente, frente a lo que ocurre en las sociedades escépticas, donde sólo se puede vivir como si fuésemos semidioses y morir como si fuésemos gusanos.
Publicado en XL Semanal.