El domingo 17 de noviembre se celebra la III Jornada Mundial de los Pobres, instituida por el Papa Francisco para el domingo anterior a la festividad de Cristo Rey, acaso para recordar que Cristo, sin hacer alarde de su condición divina, se despojó de su rango. Nació pobre, vivió pobre y murió pobre en una cruz. Mucho tiene que enseñarnos esto a los cristianos que vamos muy deprisa por la vida, sin tiempo para fijarnos en las necesidades materiales y espirituales de los que nos rodean. Porque todos son, todos somos pobres de alguna manera y pasamos necesidad, no solamente económica sino también de cariño o de compañía, entre otras muchas carencias.

Recordaba estas cosas tras haber encontrado en el estante de una librería un librito, nada llamativo por ser un exiguo volumen de apenas 70 páginas, que contenía el texto íntegro de un sermón pronunciado en 1659 por Jacques Begnigne Bossuet, aquel famoso historiador, teólogo y predicador de la corte de Luis XIV. Es un autor que hoy apenas se cita, salvo en su país de origen, si bien en tiempos remotos podía inspirar las predicaciones desde los púlpitos de muchos países católicos. Antes tenía bastantes lectores. Uno de ellos era, sin ir más lejos, la madre de monseñor Montini, el futuro Pablo VI, pero hoy se asocia a Bossuet a un tratadista político de la monarquía de derecho divino, sistema político caído en desuso.

El obispo Jacques-Bénigne Bossuet (1627-1704), en un cuadro de 1702 obra de Hyacinthe Rigaud.

El sermón lo pronunció Bossuet ante San Vicente de Paúl y las religiosas conocidas como Hijas de la Providencia, y era un comentario al evangelio de un domingo, en el que se narra la parábola de los jornaleros contratados para trabajar en la viña, y que termina con aquello de que los últimos serán los primeros, y los primeros serán los últimos (Mt 20, 16). En esta frase evangélica, el autor del sermón, que titula De la eminente dignidad de los pobres, ve la preferencia de Jesús por los pobres, e incluso la relaciona con la parábola del banquete, en la que el dueño de la casa dice a sus criados que vayan a buscar a los pobres, ciegos y lisiados hasta que se llene la sala del banquete (Lc 14, 21). Junto con Bossuet, podemos reflexionar en los extraños caminos del Señor, que no se deja ganar en generosidad, y que va a buscar, al igual que en la parábola de la oveja perdida, a todos aquellos que viven en la pobreza física y espiritual (Lc 15, 4). Son sus enviados, es decir, nosotros, los que tenemos que cumplir lo que es un mandato imperativo del Señor. Tenemos que tener abiertos no solo los ojos del cuerpo sino también los de la inteligencia unida a la fe, tal y como recuerda Bossuet en su predicación. Tenemos que ayudar a los demás a llevar una parte del peso que llevan, y eso lo dice también San Pablo (2 Cor, 8, 14). Además, si leemos con frecuencia el evangelio, ¿no nos dice nada que Jesús llame bienaventurados a los pobres de espíritu, a los que lloran o tienen hambre y sed de justicia (Mt 5, 3-10)?

Son estas algunas ideas que he sacado del sermón de Bossuet, que demuestran que era un gran conocedor de la Sagrada Escritura, aunque a lo mejor alguien se preguntará si el orador expondría los mismos argumentos ante un auditorio muy diferente. El sermón sobre la dignidad de los pobres iba dirigido a una institución caritativa de la Iglesia, pero, ¿diría lo mismo Bossuet ante otro público como el de Luis XIV y su corte? Lo hizo en 1662, entre otros ejemplos, explicando la parábola del rico y del mendigo Lázaro. A lo mejor alguien piensa que fue una predicación inútil, dado el lujo que caracterizaba a aquella corte, pero nunca podremos saberlo, y esto puede aplicarse a otras muchas cosas, porque el sembrador divino siembra a voleo (Mt 13,6). Desde el punto de vista de un agricultor, eso sería un disparate y un desperdicio de la semilla. Pero Dios es así. Siempre nos sorprende con sus actuaciones, pero lo que nunca debería sorprendernos es el amor que nos tiene.

Publicado en el número de noviembre de la revista El Pilar.