En el Corriere della Sera, el psicoanalista Umberto Galimberti reconoce que la angustia más frecuente es la producida por el nihilismo. Cando empezó a trabajar, en 1979, la mayoría de problemas «tenían un trasfondo emocional, sentimental y sexual, mientras que ahora tienen que ver con el vacío de sentido». Conecto este juicio, cada vez más compartido en amplios sectores del mundo laico, con algunas afirmaciones del secretario de la Conferencia Episcopal Española, Luis Argüello, en un reciente diálogo sobre Ciudadanía y cristianismo en el EncuentroMadrid. Tras reconocer la caída de muchas certezas compartidas y heredadas de la tradición cristiana, afirmó que «la verdad sigue siendo un latido posible del corazón humano», y que escuchar ese latido es una tarea primordial para la Iglesia hoy.
Cuando hablamos de evangelizar en este cambio de época no podemos prescindir de esa tarea que a veces nos parece incómoda, fatigosa o, en todo caso, una premisa que solventar para pasar a lo realmente importante. Comunicar la fe es mostrar la correspondencia de Cristo con la búsqueda (la angustia) del corazón del hombre. Monseñor Argüello subrayó que lo fundamental es recuperar la relación entre gracia y libertad, e insistió en que «la forma de ofrecer al Señor tiene que venir coloreada por el predominio de la gracia en nuestra vida».
Gracia y libertad son realidades que nos incomodan porque no las controlamos. Tantas veces preferimos la dialéctica y el esquema, como si nuestra energía tuviera que dedicarse a la defensa de un orden cristiano. Ese orden, en todo caso precario e imperfecto, sería deseable porque favorecería una vida buena para todos. Pero la cuestión es más radical. Cuando le preguntan a Galimberti sobre el sentido de la existencia, responde que «tenemos que buscarlo en la ética del límite, lo que los griegos llamaban la justa medida».
Lo que requiere el vacío de sentido de nuestros contemporáneos no es una justa medida, ni siquiera la de los llamados valores cristianos. Requiere el abrazo del Infinito hecho carne, el único que puede responder a su sed de felicidad, justicia y verdad. Un mundo que cree no esperar ya nada del cristianismo puede descubrir con sorpresa que existe una respuesta a su búsqueda. Como diría Camus, es algo que se descubre por gracia, como les sucedía a los que se topaban con Jesús. La Iglesia tiene que ser el lugar que permita el encuentro entre esa gracia, imprevista y anhelada, y la inquieta libertad de nuestros contemporáneos.
Publicado en Alfa y Omega.