Los cristianos –fieles laicos, jerarquía de la Iglesia, todos– nos hallamos en este mundo en una situación de exilio cultural muy semejante al de las primeras comunidades cristianas en el mundo pagano o judío, pero con una diferencia fundamental: que el cristianismo constituía entonces una novedad, mientras la sociedad actual cree conocerlo. Esta sociedad nuestra ha aprendido, por así decirlo, a interpretarlo, en las claves que a ella le son familiares, como ideología, como estructura de poder, como sistema abstracto de valores, como sentido estético, o sentimiento afectivo, o vivencia privada.
Por desgracia, con mucha frecuencia, los mismos cristianos interpretamos así nuestra propia fe, y ése es quizá el obstáculo más persistente para una nueva evangelización, que, ante todo, habrá de ser obra de testimonio. En vez de juzgar el mundo desde las categorías que nos proporciona la experiencia de la fe, juzgamos la fe desde las categorías del mundo. Es fundamental que se remueva en nosotros la experiencia de fe, que vuelva a darse en nosotros esa sorpresa y gratitud sin límite por una gracia presente y una certeza que sostiene la vida: la gracia y la certeza de la verdad y del amor sin límite en nuestras vidas que nos afecta de manera incondicional y decisiva, que nos llena por completo y nos hace experimentar la riqueza total que entraña para nuestro humano vivir; la gracia y la certeza de una persona que es Jesucristo en la Cruz, Cristo que vive y está presente con nosotros.
Un discurso abstracto acerca de Jesús, una idea sobre Él, o un conjunto de valores que en él pueden descubrirse no bastan para llenar la vida del hombre, moverle a cambiar de vida, hacerle de verdad feliz y dichoso. Sólo puede ser el testimonio de algo que a uno le ha sucedido en la vida, el testimonio de la redención de Cristo, de la que brota una vida nueva esperanzada, libre y dichosa, una visión nueva, una mirada nueva sobre toda la realidad que se extiende a todas las facetas de la vida, las llena de sentido y las ilumina.
Un testimonio puede ser rechazado o acogido, pero no es algo de lo que se pueda discutir por mucho tiempo; como el ciego de nacimiento: «Yo sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo»; que me he encontrado con Jesucristo en mi camino y, como al paralítico, me ha hecho andar. La clave es el encuentro con Jesucristo, como les sucedió a Andrés y a Juan, como le sucedió a Pedro: «¿A quién vamos a acudir?; Tú tienes palabras de vida eterna»; o como a Pablo: «Para mí la vida es Cristo»; «¿quién podrá apartarnos del amor de Cristo?»; o como a Zaqueo: «Daré la mitad de mis bienes». Si uno se queda detenido en valores, en conceptos e ideas, por muy atractivos que sean, y no se encuentra con la persona misma de Jesucristo y se confía a Él, no ha llegado hasta el final para ver y palpar la grandeza de ser hombre, la felicidad y la vida, la salvación que en Él se nos da. Pongo un caso real: Se me acerca una madre con sus tres hijos en un lugar de oración, de adoración y encuentro con Dios, a muchos metros de altura: los tres hijos liberados de la droga. Me dijeron lo que les había pasado, el encuentro con Jesucristo los había curado; y me dijeron: «Dígaselo a todos: El, Cristo nos ha curado; hemos ido a muchos lugares, pero sólo Él, aquí, nos ha curado, nos ha salido a nuestro paso, y ya nos ve, sanados».
Se puede imaginar lo que a uno se le pasa por la cabeza cuando oye una historia así contada por la persona que la ha vivido. Aún me estremezco y conmuevo al recordarla, y que expresa de forma muy expresiva y significativa lo que sucede cuando uno se encuentra de verdad con Cristo vivo. Ciertamente se trata de una historia dramática, pero que menos dramáticamente, de una manera u otra, puede ser vivida por cualquiera. Contra aquello no caben argumentos. Los hechos son los hechos, son tozudos. La verdad está ahí. ¡Qué alegría y qué agradecimiento tan grandes! ¡Qué felicidad y qué esperanza rezumaban aquellos jóvenes con su madre! Qué dicha tan imposible de arrebatar y qué ganas de vivir!, la de aquellos jóvenes y la de aquella madre cargada de sufrimientos. Como muchos de hoy, jóvenes y no tan jóvenes, habían probado todo o casi todo lo que ofrece esta sociedad nuestra para ser felices, para vivir: sucedáneos, que en modo alguno pueden llenar ni colmar la esperanza, sólo sirven para eso: pasarlo bien y disfrutar; pero se pasa; y el goce siempre resulta efímero, y no hace ser feliz, vivir en la alegría y en el gozo de la vida, ni en la luz de la esperanza. ¿Dónde podemos encontrar una humanidad verdadera, dónde podremos encontrar aquello que llena de verdad la vida?, nos preguntan tantos hoy.
Los cristianos no podemos y no deberíamos ofrecer otra respuesta que la que daban, como testimonio, aquella madre y aquellos hijos: ¡en Jesucristo! el Hijo de Dios vivo, Amor encarnado, hecho Compañero y Hermano nuestro en la vida de la Iglesia, donde uno puede encontrar el amor que sostiene la vida, donde uno puede encontrar la verdad de cuál es nuestra vocación, de quiénes somos; donde uno puede encontrar la respuesta a la pregunta «¿quién soy yo, para qué se me ha dado la vida?»; donde se puede ver y palpar la verdad de aquellas palabras de Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna?».
Por desgracia, con mucha frecuencia, los mismos cristianos interpretamos así nuestra propia fe, y ése es quizá el obstáculo más persistente para una nueva evangelización, que, ante todo, habrá de ser obra de testimonio. En vez de juzgar el mundo desde las categorías que nos proporciona la experiencia de la fe, juzgamos la fe desde las categorías del mundo. Es fundamental que se remueva en nosotros la experiencia de fe, que vuelva a darse en nosotros esa sorpresa y gratitud sin límite por una gracia presente y una certeza que sostiene la vida: la gracia y la certeza de la verdad y del amor sin límite en nuestras vidas que nos afecta de manera incondicional y decisiva, que nos llena por completo y nos hace experimentar la riqueza total que entraña para nuestro humano vivir; la gracia y la certeza de una persona que es Jesucristo en la Cruz, Cristo que vive y está presente con nosotros.
Un discurso abstracto acerca de Jesús, una idea sobre Él, o un conjunto de valores que en él pueden descubrirse no bastan para llenar la vida del hombre, moverle a cambiar de vida, hacerle de verdad feliz y dichoso. Sólo puede ser el testimonio de algo que a uno le ha sucedido en la vida, el testimonio de la redención de Cristo, de la que brota una vida nueva esperanzada, libre y dichosa, una visión nueva, una mirada nueva sobre toda la realidad que se extiende a todas las facetas de la vida, las llena de sentido y las ilumina.
Un testimonio puede ser rechazado o acogido, pero no es algo de lo que se pueda discutir por mucho tiempo; como el ciego de nacimiento: «Yo sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo»; que me he encontrado con Jesucristo en mi camino y, como al paralítico, me ha hecho andar. La clave es el encuentro con Jesucristo, como les sucedió a Andrés y a Juan, como le sucedió a Pedro: «¿A quién vamos a acudir?; Tú tienes palabras de vida eterna»; o como a Pablo: «Para mí la vida es Cristo»; «¿quién podrá apartarnos del amor de Cristo?»; o como a Zaqueo: «Daré la mitad de mis bienes». Si uno se queda detenido en valores, en conceptos e ideas, por muy atractivos que sean, y no se encuentra con la persona misma de Jesucristo y se confía a Él, no ha llegado hasta el final para ver y palpar la grandeza de ser hombre, la felicidad y la vida, la salvación que en Él se nos da. Pongo un caso real: Se me acerca una madre con sus tres hijos en un lugar de oración, de adoración y encuentro con Dios, a muchos metros de altura: los tres hijos liberados de la droga. Me dijeron lo que les había pasado, el encuentro con Jesucristo los había curado; y me dijeron: «Dígaselo a todos: El, Cristo nos ha curado; hemos ido a muchos lugares, pero sólo Él, aquí, nos ha curado, nos ha salido a nuestro paso, y ya nos ve, sanados».
Se puede imaginar lo que a uno se le pasa por la cabeza cuando oye una historia así contada por la persona que la ha vivido. Aún me estremezco y conmuevo al recordarla, y que expresa de forma muy expresiva y significativa lo que sucede cuando uno se encuentra de verdad con Cristo vivo. Ciertamente se trata de una historia dramática, pero que menos dramáticamente, de una manera u otra, puede ser vivida por cualquiera. Contra aquello no caben argumentos. Los hechos son los hechos, son tozudos. La verdad está ahí. ¡Qué alegría y qué agradecimiento tan grandes! ¡Qué felicidad y qué esperanza rezumaban aquellos jóvenes con su madre! Qué dicha tan imposible de arrebatar y qué ganas de vivir!, la de aquellos jóvenes y la de aquella madre cargada de sufrimientos. Como muchos de hoy, jóvenes y no tan jóvenes, habían probado todo o casi todo lo que ofrece esta sociedad nuestra para ser felices, para vivir: sucedáneos, que en modo alguno pueden llenar ni colmar la esperanza, sólo sirven para eso: pasarlo bien y disfrutar; pero se pasa; y el goce siempre resulta efímero, y no hace ser feliz, vivir en la alegría y en el gozo de la vida, ni en la luz de la esperanza. ¿Dónde podemos encontrar una humanidad verdadera, dónde podremos encontrar aquello que llena de verdad la vida?, nos preguntan tantos hoy.
Los cristianos no podemos y no deberíamos ofrecer otra respuesta que la que daban, como testimonio, aquella madre y aquellos hijos: ¡en Jesucristo! el Hijo de Dios vivo, Amor encarnado, hecho Compañero y Hermano nuestro en la vida de la Iglesia, donde uno puede encontrar el amor que sostiene la vida, donde uno puede encontrar la verdad de cuál es nuestra vocación, de quiénes somos; donde uno puede encontrar la respuesta a la pregunta «¿quién soy yo, para qué se me ha dado la vida?»; donde se puede ver y palpar la verdad de aquellas palabras de Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna?».