El Nuevo Testamento confirma que tanto el varón como la mujer han sido creados por Dios y tienen igual dignidad ante Él, y cada uno, en esfuerzo mancomunado, se responsabiliza a su manera del matrimonio y de su vida conyugal, en la que ambos están obligados a una fidelidad permanente en la que experimentan la gracia y la asistencia de Dios.
En el Sermón de la Montaña, Jesús dice: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5,27-28). Con esto Jesús da por sentado que la mujer es una persona que merece amor, y que quien la trata con deseo sexual desprovisto de amor, la ofende.
Aunque Jesús no intentó directamente un cambio en la situación jurídica de la mujer, que estaba en condición de clara inferioridad, muy lejos de la paridad de derechos, su comportamiento práctico indica una estima y consideración muy profundas de las aspiraciones humanas y religiosas de la mujer, algo no normal en aquella época. En su comitiva estaban, además de los Doce y demás discípulos, un cierto número de mujeres que seguían sus pasos y le servían con sus bienes, a Él y a los suyos (Lc 8,1-3).
Jesús, además, pone en tela de juicio desde su propia autoridad magisterial y profética las interpretaciones de los maestros judíos e incluso da por superadas prescripciones del mismo Moisés (Mt 5,31-39). Si su función mesiánica lo exigía se colocaba por encima de la barrera de las costumbres y opiniones farisaicas: (episodios de la samaritana (Jn 4,4-46), de la adúltera (Jn 8,111), de la hemorroísa (Mc 5,25-34), de la cananea (Mc 7,24-30), de la pecadora arrepentida (Lc 7,36-50), de María Magdalena (Lc 8,2), de su amistad con las hermanas de Lázaro, Marta y María (Jn 11,5), etc.). En su práctica pastoral de acoger a los marginados y pecadores de su tiempo, Jesús tenía un exquisito cuidado en explicar el porqué de sus actitudes. No negaba la acogida, pero sí ofrecía las explicaciones necesarias para que su gesto pudiera ser aceptado por las personas de buena voluntad.
El evangelio no presenta un dualismo donde hombre y mujer se oponen, sino que ofrece una propuesta de vida donde todos tienen derecho a una relación humana, igualitaria y responsable. Jesús nos revela la voluntad divina sobre el matrimonio y la familia, desvelándonos en su predicación y obras el plan de Dios sobre ellos. Al llevar a sus últimas consecuencias la ley mosaica (Mt 5,17) da así al matrimonio su plenitud final, haciéndolo signo de la unión entre Cristo y la Iglesia. Él mismo nació y vivió en una familia concreta y en el episodio de las bodas de Caná, Jesús muestra su estima por el matrimonio, aceptando gustoso la invitación para él, su madre y sus discípulos, e incluso adelanta su hora, convirtiendo el agua en vino, a fin que la fiesta no fracase y sus discípulos crean en Él (Jn 2,111).
En una época en que ellas eran consideradas social y religiosamente inferiores, Jesús les manifiesta un respeto total, no haciendo en su predicación distinción entre hombres y mujeres. Como los hombres, también ellas oyen la palabra de Dios, reciben la salvación mesiánica y toman parte en el reino de Dios. Después de la resurrección de los muertos, la diferencia de sexo no tendrá ya importancia, puesto que no habrá nupcias ni matrimonio (Mc 12,25). En el Padre Nuestro, Jesús nos invita tanto a hombres como a mujeres a llamar a Dios Padre (Mt 6,9; Lc 11,2). En efecto el dialogar del cristiano con Dios es un dialogar filial, ya que con su proclamación del Reino de Dios lo que Cristo ha venido a hacer al mundo es transformar a los seres humanos en hijos de Dios y consecuentemente en hermanos entre nosotros.
Esta igualdad de derechos en lo religioso que reconoce Jesús a las mujeres tendrá a la larga una profunda influencia y dignificará a la mujer mucho más que cualquier reforma social. Ante todo, la libera del peligro de ser considerada únicamente como mero ser sexual y honra en ella a la persona humana, a la hija de Dios.