Para captar la magnitud del barrizal positivista, conviene leer cierto pasaje de Santo Tomás donde se nos propone un criterio infalible para determinar el objeto de protección de las leyes, basado en las inclinaciones elementales del ser humano. La primera de estas inclinaciones, que el hombre comparte con todo lo que existe, es la conservación de su ser; de ahí que las leyes deban conservar la vida del hombre e impedir lo contrario. La segunda de estas inclinaciones, que el hombre comparte con los demás animales, es la procreación; de ahí que las leyes deban garantizar la unión de los sexos y la consecuente protección de la prole. La tercera de estas inclinaciones, específica del hombre, es la inclinación a vivir en comunidad y a conocer a Dios; de ahí que las leyes deban proteger la comunidad política y la religión.
El positivismo ha desprotegido la más elemental de todas estas inclinaciones, permitiendo el aborto, las mutilaciones con finalidades no terapéuticas, incluso el suicidio asistido. Ha desprotegido la segunda inclinación, amparando todas las formas de vida que dificultan la procreación y la crianza de los hijos, admitiendo leyes laborales opresoras, debilitando la patria potestad y convirtiendo las escuelas en corruptorios. Y, en fin, ha desprotegido la tercera de estas inclinaciones, mediante leyes que impiden conocer a Dios (todas las que promueven el «laicismo», así como la llamada sarcásticamente «libertad religiosa») y que dañan la existencia de la comunidad.
A mí me hace mucha gracia esa gente tan, tan, tan patriota que se cabrea muchísimo con los separatistas que quieren «romper España»; pero, en cambio, está encantadísima con todas las leyes que se dedican a dificultar, castigar o impedir todas las demás inclinaciones elementales del ser humano. Honestamente, considero que quienes así actúan utilizan el separatismo como un «payaso de las bofetadas» (al que pueden atizar de lo lindo), mientras apoyan y aplauden leyes que castigan o impiden las inclinaciones más elementales del ser humano. Pero hagamos abstracción de esta evidencia (que es como tragar el camello) e imaginemos que el separatismo es el mayor de los males (que es como colar el mosquito). Sin embargo, este mal es también hijo del positivismo. Es el positivismo el que niega que la comunidad política sea una realidad natural y la convierte en un artificio, hijo de un «contrato» llamado Constitución (y lo que es hijo de un contrato tiende, tarde o temprano, a caducar). Es el positivismo el que, a través de ese «contrato», ampara y sufraga la propagación de ideas disolventes de la comunidad política, permitiendo a quienes las propagan formar partidos y defenderlas en los órganos de la «voluntad popular»; y luego, el positivismo pretende que esas ideas que ampara y sufraga no puedan llevarse a cabo. Los cínicos que defienden este apaño sostienen que, cuando se firmó ese «contrato», había que alcanzar «consensos», por razones de cálculo (y de reparto del momio también, aunque esto lo callen). Pero la ley justa -nos enseña Platón- es descubrimiento de «lo que es», no sometimiento al cálculo. El positivismo antepone siempre el cálculo al descubrimiento de «lo que es», sin importarle negar las inclinaciones más elementales del ser humano. Y esto es puro nihilismo y rechazo de «lo que es»; o sea, pura psicopatía ontofóbica.
Pero tampoco nos pongamos trágicos. Al positivista que necesita un «payaso de las bofetadas» al que atizar, mientras apoya leyes que impiden las inclinaciones más elementales del ser humano, siempre le quedará el consuelo miserable de la derrota del Barça ante el Liverpool. Como ironizaba Válery, el moderno se conforma con poco.
Publicado en ABC.