Uno de los pasajes predilectos para mí de los evangelios es el de la Anunciación (Lc 1, 26-38). Cuando empezaba con mis alumnos un cursillo de educación sexual empezaba siempre leyéndoles este texto, porque significaba para mí que la Virgen, que en el momento de la Anunciación sería seguramente una adolescente, era ciertamente virgen y muy casta, pero estaba perfectamente informada, y así cuando el ángel le anuncia que va a dar a luz un hijo, simplemente le pregunta: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”, lo que evidentemente supone que estaba perfectamente informada.
Pero hoy quiero hablar de otro asunto: cuando el ángel saluda a María, le dice: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. Dios, ante la que iba a ser su madre, echó el resto, y la llenó de su gracia. Pero lo que me interesa ahora es la continuación: “El Señor está contigo”. Eso es indiscutible con respecto a María. Pero la pregunta que quiero hacerme es: ¿y está conmigo? Creo que es la pregunta que cada uno de nosotros tiene que hacerse.
El problema, evidentemente, tiene dos vertientes: por parte de Dios y por parte nuestra. Por parte de Dios “todos los fieles cristianos, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (Lumen Gentium nº 40; Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2013). Es Él quien toma la iniciativa, concediéndonos su gracia, la gracia santificante, que es “el don gratuito que Dios nos hace de su vida, infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para curarla del pecado y santificarla” (Catecismo, nº 2023).
Ahora bien, como tengo muy claro desde una confesión que hice de adolescente, el sacerdote me dijo: “Dios va a hacer contigo todas las trampas que pueda para llevarte al cielo, menos cargarse tu libertad”. Y es que Dios nos ha creado como personas libres y dueñas de nuestros actos, permitiéndonos tomar nuestras propias decisiones, con la posibilidad de elegir entre el bien y el mal. Y aquí tiene una enorme importancia mi aceptación o no de la existencia y de la autoridad de Dios.
Si Dios no existe, o si lo rechazo porque no me da la gana de hacerle caso, no hay nadie superior a mí y, al menos aparentemente, paso a ser la autoridad suprema, con una libertad ilimitada y ausente de toda norma, sin obligaciones y sin trabas. Según esta mentalidad, la dignidad de la persona humana exige que no se me pueda imponer ninguna norma impuesta desde fuera y soy yo mismo el que determina libremente lo que considero justo y válido. Sin embargo, curiosamente, en ese momento que me creo más libre, justo entonces es cuando empiezo a perder mi libertad, porque los malos hábitos, las pasiones y los vicios se adueñan de mí y hacen que sea una persona no libre. Estas personas se hacen incapaces de distinguir el Bien del Mal y de ser dueñas de sí mismas. La ausencia de ideales válidos y de criterios morales empujan a estas personas a comportamientos negativos e incluso destructivos.
Podemos preguntarnos si con estas personas hay motivos para la esperanza. Aunque no es fácil un cambio radical de rumbo, la historia nos enseña que mientras hay vida, hay esperanza. Hay muchos casos en que por la oración de unos, el buen ejemplo y el amor de otros, y siempre con la ayuda de la gracia de Dios, es posible el arrepentimiento y un cambio radical de vida, como encontramos en la vida de muchos santos.
Y ahora viene la pregunta: y yo ¿qué? En la oración en voz baja del sacerdote justo antes de la comunión hay una frase que me encanta: “Jamás permitas que me separe de ti”. Si yo procuro utilizar bien mi libertad, siendo responsable, haciendo el Bien y poniéndola al servicio del amor a Dios y al prójimo, no descuidando la oración ni los sacramentos, puedo estar seguro que pase lo que me pase, Dios está conmigo, cosa que por supuesto deseo a todos mis lectores.