Estamos viviendo momentos de una gran tentación, que afecta de manera general al mundo, a la cultura de hoy: parece que la solución ante la situación tan precaria como difícil en la que nos encontramos por la pandemia y sus consecuencias vendrá de nosotros y nada más. El hombre de hoy piensa que en la colectividad o en los individuos, en sus capacidades y técnicas, en resultados científicos o en leyes avaladas por la ciencia, en la economía o en la política hallaremos lo que necesitamos, y punto.
El Nombre de Dios, la realidad de Dios, es el gran ausente en ese nuevo orden mundial, ordenado conforme a criterios y principios éticos que creamos solos, en un proyecto sólo nuestro, de futuro de humanidad común. Se piensa que aquellos proyectos eficaces que erradiquen el hambre en el mundo, la pandemia más universal y de mayor riesgo hoy de cara al futuro, son los que salvarán a la humanidad y traerán la paz.
Y no quito el más mínimo ápice a poner todo nuestro máximo esfuerzo en esto, en la lucha contra el hambre, pero en ello para nada se tiene en cuenta a Dios. Los logros en la lucha contra la pandemia disiparán todos los miedos de muerte, y llenarán de consuelo, alivio y esperanza a la Humanidad entera, pero sólo con los logros alcanzados por los hombres. Se estima que esto es lo realista, lo tangible y contable, lo eficaz, lo demás son teorías, ideas, Dios no cuenta, en un pensar para el conjunto de la mayoría, salvo para algún resto minoritario e irrelevante.
La gran tentación, pues, de nuestros días y del mundo moderno es el olvido de Dios, vivir como si Dios no existiera. La cuestión de Dios la consideran distracción y alienación. Esta es la tentación que desde los mismos albores de la Humanidad, Eva y Adán, acompaña al hombre: no es nueva, aunque no se haya dado históricamente con la fuerza y la extensión de hoy en la cultura dominante. El marxismo y otras ideologías totalitarias han hecho del «pan para todos» su ideal comprensible, y hasta parecen decirle a la Iglesia: «Si quieres ser Iglesia de Dios, preocúpate ante todo del pan para el mundo y te creeremos».
Pero Jesús, con su luz que ha venido al mundo precisamente a traer la buena noticia a los pobres e iluminar a todas las gentes, dice algo desconcertante: «No sólo de pan vive el hombre».
Recuperando las palabras del Papa Benedicto XVI en su obra Jesús de Nazaret: que el pan es importante, la libertad es más importante, pero lo es más la fidelidad constante y la adoración jamás traicionada. Cuando no hay justicia, no hay preocupación por el hombre que sufre, se crea desajuste y destrucción también en el ámbito de los bienes materiales. Cuando a Dios se le da una importancia secundaria en nombre de asuntos «más importantes», entonces fracasan estas cosas presuntamente más importantes.
Creían poder transformar las piedras en pan, pero han dado piedras en vez de pan. No se puede gobernar la historia prescindiendo de Dios. Si el corazón del hombre no es bueno, ninguna otra cosa puede llegar a ser buena. Y la bondad del corazón sólo puede venir de Aquél que es la bondad misma.
Hemos de oponernos a falsas filosofías y reconocer que no sólo vivimos de pan, sino ante todo de la Palabra de Dios, donde crecen los sentimientos que permiten proporcionar también pan para todos. No caben otros centros sino sólo en Dios. Santa Teresa de Jesús, que no era una ignorante, dijo en aquellas palabras, tan sencillas, pero con tanto calado y sabiduría, que hoy necesitamos: «Quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta». Esta sabiduría llevará a nuestro mundo a superar la tentación, tan vieja y arcaica, de hacer un mundo nuevo dejando a Dios como algo ilusorio o secundario.
Es propio de la tentación adoptar una apariencia moral de verdadero realismo que finge mostrarnos mejorar el mundo: poder y pan. ¿Debemos inventar nosotros mismo lo que es bueno? ¿No es Dios el Bien, la realidad misma? La cuestión de Dios es el interrogante fundamental que nos pone ante la encrucijada actual de la existencia humana. Una respuesta la encontramos hoy en las monjas contemplativas, en sus conventos, donde reina una alegría desbordante, una paz inimaginable, una felicidad indescriptible, como si no fuese de este mundo. «No tienen nada y lo tienen todo, tienen a Dios», como me dijo una figura relevante en España al visitar un Carmelo teresiano.
Publicado en La Razón.