Nací en una familia, como se suele decir, fervientemente católica. De una fe penitente, muy penitente, es verdad, pero también de una impenitente efervescencia vital. Mis padres, desde que éramos pequeños, siempre quisieron inculcarnos un entusiasmo especial por cada cosa que emprendiéramos en la vida. En casa solo teníamos una obligación: vivir intensamente y hasta el extremo. Aunque ello nos pudiera traer un día aparejada la locura.
Mi familia era, y es, extrema en todo. Recuerdo en el colegio, de pequeños, cuando había fiesta de disfraces. Nos recorríamos la ciudad buscando los materiales perfectos, el gramaje de papel ideal o el pegamento más consistente del mercado. Pasábamos la noche en vela hasta que lo terminábamos. Era una pasión desbordante, desmedida, excesiva, hiperbólica, llegando, incluso, a lo irracional. Cada cosa que nos entusiasmaba se volvía absoluta en ese preciso instante, por muy nimia que en realidad esta fuera. Era con todas tus fuerzas, o no se hacía.
Esta desmesura invadía todas las esferas de la vida, también, por supuesto, la de Dios. En casa, ninguno queríamos ser la piadosa viejecita de misa de siete, todos aspirábamos a ser San Francisco Javier, el padre Kolbe o San Damián de Molokai. Nos gustaba soñar; soñar con cosas grandes, a veces demasiado grandes y, otras, era solo demasiado soñar. Por la mesa de la cocina desfilaron los personajes más pintorescos que uno puede imaginar: gente extra-ordinaria, singular; para muchos, auténticos locos, para otros, verdaderos santos. A veces, la línea que los separa es tan fina, que no existe. Porque la santidad siempre es una locura.
Este pasado 28 de noviembre, festividad de Santa Catalina Labouré, fallecía un hombre por el que en vida tuve auténtica devoción. Siempre me maravilló su radicalidad, su tenacidad, su fervor por Dios y, sobre todo, su sincera alegría, la prueba de algodón del que se ha encontrado cara a cara con Cristo. Conocí a Justo Gallego en 2014, en su catedral, yo trabajaba en un periódico y, como tantísimos otros periodistas, quería hablar con él de la obra que llevaba construyendo desde hacía más de medio siglo.
Fueron unos minutos nada más, sus frases eran cortas y seguras, hablaba como construía. Pero sus palabras me sobrecogieron. Era un labrador con cara de profeta. Decía C.S. Lewis que la diferencia entre un teólogo y un testigo es que mientras el primero dibuja mapas elaboradísimos de cómo llegar a Dios, el segundo vuelve de recorrer todos los cabos y golfos que conforman la Gracia Divina. Justo era, sin duda, de los segundos. Aunque incluso para muchos buenos católicos, entre ellos mi propio editor, aquel hombre era de un cristianismo mal entendido.
Después de ese primer encuentro, volvía siempre que podía. Recorría de arriba a abajo la catedral, como un niño en un enorme castillo de juguete. Dice Jesús que ¡el que no se hace como un niño no entrará en el reino de los cielos! Dedicar tu vida a construir una catedral es propio de alguien que se ha hecho como un niño. Siempre que iba, me llevaba a los amigos y familiares que encontraba, se lo contaba a todos, el mundo debía conocer ese lugar y, sobre todo, para mí, a un santo y loco de Dios en vida, como era Justo Gallego.
Muchos titulares de prensa estos días llevaban la coletilla de "...la catedral que no pudo ver terminar". Pero eso no era cierto. Para Justo, la catedral era una excusa, y así lo dejaba entrever siempre que le entrevistaban o alguien conversaba con él. Justo solo podía haber nacido para dar gloria a Dios construyendo catedrales con materiales reciclados, y esa loca y santa misión la cumplió a la perfección. La verdadera catedral, la que él siempre quiso construir, estaba en su interior, y se terminó el día que se fue. Él había puesto solo sus manos y el Gran Arquitecto había hecho todo lo demás.