El Dr. Fernando Monckeberg, reconocido médico chileno posgraduado en Harvard, se dedicó en un momento de su carrera a investigar la desnutrición en distintos grupos de niños. Los niños de un determinado pabellón del hospital donde trabajaba tenían el mejor de los cuidados -estaban en condiciones de asepsia muy estrictas-; sin embargo, tenían el peor de los pronósticos: sus defensas eran bajísimas y se contaminaban con facilidad. El protocolo no permitía que a esos chicos se los tomara en brazos. Un buen día, el médico vio que una auxiliar de enfermería de otra sala había alzado a un bebé desnutrido y la rezongó por contradecir el reglamento: los niños no debían estar en brazos, sino aislados.
No obstante, como el pronóstico de los chicos de la sala que atendía esa mujer era mejor, le preguntó que hacía. La enfermera le dijo: “Cuando los médicos se van, yo los alzo, los llamo por el nombre y les canto. Les enseño a vivir. ¿Usted cree que si los ponen en una cama mirando el techo, sin que nadie los toque y les demuestre cariño, querrán vivir?”. Así aprendió Monckeberg la importancia de la estimulación afectiva. El cambio que se observaba en los niños desnutridos cuando se les manifestaba afecto era notable.
Esta historia llegó a mis oídos hace muchos años. Y me vino nuevamente a la memoria leyendo Educar en el asombro, de Catherine L´Ecuyer: de acuerdo con sus estudios, en la educación pasa algo muy similar.
“Existen estudios -dice L´Ecuyer- que confirman que la clave a la hora de tener una mejor preparación para el proceso cognitivo y un buen desarrollo de la propia personalidad reside en la calidad de la relación que el niño tiene con su principal cuidador durante los primeros años de vida. Quince años de investigación sobre la importancia del vínculo de apego entre el niño y su principal cuidador lo confirman”. Y a pie de página comenta: “Las evidencias empíricas han confirmado la teoría del apego en numerosos ámbitos, tales como la psicología, la neurociencia o la pedagogía, hasta el punto de fundamentar la mayoría de las políticas sociales y educativas de numerosos países”.
Quizá sea por eso que Nuestro Señor Jesucristo dijo: “No sólo de pan vive el hombre” (Mt 4, 4). O que San Agustín afirmó: “Ama y haz lo que quieras”. Hoy, la ciencia confirma que el hombre, para crecer y desarrollarse, necesita algo más que pan y algo más que libros. No son los nutrientes ni los programas educativos los que hacen la diferencia; el mundo de hoy no necesita más tecnologías: lo que necesita es la poderosa e insustituible fuerza del amor. A Dios en primer lugar, y a los hombres, por amor a Dios.