El domingo pasado, en el monasterio de monjas clarisas de La Aguilera (Burgos), participé en un acontecimiento gozosísimo, que llena de una grandísima alegría y abre a una esperanza muy grande, en medio del mundo en que vivimos. Dos jóvenes, enteramente de nuestro tiempo, hacían su profesión solemne o perpetua como religiosas; se entregaban con un amor sin fisuras, por completo, a Dios, a Jesucristo; se desposaban con Él en un amor total y un corazón indiviso, para siempre: habían sido llamadas y elegidas por Él para unirse con una unión que lo pide todo, sin reserva alguna. Habían sido seducidas por su amor y se habían dejado seducir por ese amor suyo que lo da todo y no quita nada.
Con estas dos jóvenes que profesaban sus votos perpetuos estaban muchos más jóvenes. Además de las ciento cincuenta jóvenes religiosas que integran el monasterio de La Aguilera, junto con las del monasterio de Lerma (Burgos), habían otras muchas jóvenes más, algunas de ellas que también esperan y desean entrar en esta comunidad religiosa. Allí se respira un ambiente de alegría y de felicidad que no se encuentra en otra parte; allí se percibe la presencia de alguien que llena de contento el alma, el corazón del hombre, que busca y que no se contenta con menos que Dios; allí se descubre la presencia de quien vive y lo llena todo de vida y de amor: Jesucristo. Allí no se tiene nada, porque se tiene todo: se tiene a Dios, y Él solo basta, Él solo llena, sólo Él da la plenitud que se desborda en una vida nueva, trasunto de un mundo nuevo que baja de lo alto, que baja del cielo. Aquello sabe a gloria. Allí se percibe la belleza de la Iglesia, esposa amada de Jesús: la amó y se entregó por ella.
Allí se percibe la verdadera sabiduría, la sabiduría del amor hasta el extremo –así es la cruz y el despojamiento de sí mismo, y la obediencia al verdadero querer, Dios–, la verdad que libera, que hace libres con una libertad que no se encuentra en nuestro mundo y que tanto, sin embargo, se desea y anhela: la libertad que se realiza amando sin medida, como sólo Dios sabe amar a todos en un verdadero derroche de amor y de gracia; ¡qué amor, qué unidad tan profunda entre todas y a con todos se percibe en aquel lugar!, sólo posible con la presencia de aquel que lo llena, lo invade y lo penetra todo con su Amor, porque es Amor, Dios mismo, que se nos ha dado todo, todo entero, de una vez por todas e irrevocablemente en su Hijo, rostro humano de un Dios que ama a los hombres hasta el extremo. Viendo con los propios ojos lo que allí se vive y se toca tan de cerca, se escucha, de nuevo, aquello que escuchamos en el Evangelio, frente a tantos que lo dejan de lado: «¿A quién vamos a acudir? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna». Eso les ha pasado a estas jóvenes, que allí lo han dejado todo para seguirle, por estar con Él llenas de felicidad, y ser para Él: «¿A quién vamos a acudir?», nos dicen con toda la fuerza de su juventud, «¡sólo Cristo nos llena nuestro corazón sediento de amor, de verdad, de luz, de ansia de ser felices «a tope», de esperanza, de futuro, de ser libres de verdad y con la verdad del amor. No hay otro!». Allí, en La Aguilera o en Lerma, o en tantos otros lugares, en tantísimos jóvenes, vemos una juventud distinta, pero al mismo tiempo la misma; porque son jóvenes de hoy, enteramente de hoy; son como se llaman a sí misma: «La juventud del Papa», es decir, la juventud de aquellos jóvenes que se han encontrado, en la Iglesia y por la Iglesia, con Jesús y le han seguido, y han percibido que no quita nada de libertad o de vida, sino que lo da todo, y no le falta nada a quien le sigue. Ésta es la juventud nueva de la Iglesia, futuro para la humanidad entera, anticipo de un mundo nuevo donde se viva la novedad de una nueva civilización del amor y de la esperanza de una gloria y eterna juventud que no se marchita: la de Dios, que es Amor y permanece para siempre. Esta es la juventud que busca y busca sobre todo y en el fondo a Dios, no a cualquier Dios, sino el que se nos ha dado a conocer con un rostro humano, Jesús. Los jóvenes, en lo más vivo de su generoso y limpio corazón –como todo hombre, a veces sin saberlo– esperan y buscan a Jesucristo, porque Jesucristo es la vida y al margen de Jesucristo no tenemos sino muerte, Él es el Camino, y al margen de Él andamos desorientados y perdidos, Él es el camino que conduce a Dios y nos lleva a los otros hombres, Él es la Verdad que nos hace libres y la luz que alumbra a todo hombre, y fuera de Él no encontramos sino oscuridad y carencia de libertad. Estas jóvenes que viven su consagración total como monjas en Lerma, en la Aguilera, en tantos otros monasterios y lugares, y formas de vida, están diciendo a todo: «Venid y veréis». Venid todos a Él. Venid particularmente vosotros jóvenes que andáis ansiosos de libertad, que tenéis hambre de vida llena, que tenéis sed de sentido para vuestras personas, que andáis hambreando felicidad y dicha desbordante. Os dirán que lo sensato está en otra parte: que lo «pasaréis» mejor en otro lugar. No bebáis en charcos, cuando podéis beber en este manantial de agua viva, en esta inagotable fuente de agua viva que es la única capaz de saciar vuestra sed y vuestra búsqueda: Jesucristo. Él es el futuro y en Él está el futuro y la esperanza para esta humanidad que busca y tal vez no encuentra.
Publicado en La Razón