En uno de los pasajes más estremecedores del Evangelio Jesús decide guardar silencio. Ocurre en el pretorio, cuando, después de proclamar que había venido al mundo para dar testimonio de la verdad, Pilato le pregunta, mientras crece el clamor rabioso de la multitud sedienta de sangre: «¿Y qué es la verdad?». He meditado mucho en los últimos meses sobre este pasaje evangélico, en apariencia tan desolador: la pregunta de Pilato se suele interpretar como un alarde de cinismo; y el silencio de Jesús, como un rasgo de humano desaliento. Pero la exacta interpretación es que Jesús calla porque sabe que las palabras, aun las más verdaderas, pueden ser devoradas, apabulladas, ensordecidas por un guirigay aturdidor; y que, en esa circunstancia, hablar se torna estéril. Nunca sabremos si Pilato tuvo oportunidad de conocer la verdad más tarde, en circunstancia más propicia, recordando a la Verdad que tuvo ante sí, magullada y escarnecida, en el pretorio; pero lo que es indubitable es que Jesús renunció entonces a revelársela con palabras. En donde se nos confía una enseñanza que he tardado mucho tiempo en asimilar: el intento de llevar palabras iluminadoras allá donde las palabras chapotean en un batiburrillo de opiniones en porfía, enfangadas en los lodazales de lo contingente, es tarea estéril que sólo conduce a la melancolía.
Hace algún tiempo, tomé la decisión de participar en eso que llamamos debates o, más modestamente, tertulias de actualidad. Había descubierto que nuestra época vive engolfada en un guirigay aturdidor, atrapada en un rifirrafe ideológico que le impide percibir la idea, el denominador común de lo que está sucediendo ante sus ojos; y que, incapaz de ascender desde el plano inferior de los `fenómenos´ hasta el plano superior de las primeras causas, incapaz de hallar entre el barullo de contingencias el hilo conductor que lleva hasta los principios originarios, le ocurría como al pajarillo que cae atrapado en la liga del cazador, que cuanto más aletea y se afana por desasirse, más se envisca en ella. Pensé –quizá con un optimismo un tanto presuntuoso– que si probaba a internarme en ese guirigay estaría prestando un servicio, un modesto y acaso quijotesco servicio, a mi época. Así fue como accedí a participar en este tipo de tertulias; y he de confesar que no lo hice tanto por una heroica voluntad de sacrificio como por una gozosa vocación polemista y partisana, pues para sentirme vivo necesito como el aire que respiro desafiar el curso de la corriente.
Siempre eché a barato las penalidades y sufrimientos que, en forma de vituperios feroces, sambenitos irreductibles y desprestigios cada vez más ensañados, se arrojaron sobre mí a partir de entonces. Tengo las espaldas fornidas, pues las protege Quien un día cargó con un madero del que luego lo colgaron; y, desde luego, soportar tales cruces es un precio que uno paga con gusto y alegría, cuando a cambio recibe la gratificación de saberse vivo y de pujar por una recompensa más alta que le ha sido prometida. Pero para nadar contra corriente hace falta un río que brote de un manantial de aguas puras; y los medios de comunicación se están convirtiendo desgraciadamente en un lodazal de aguas estancadas donde ya sólo es posible chapotear en medio del tumulto, de tal modo que cualquier razonamiento se torna ininteligible, extemporáneo, incongruente con la confusión reinante; y es posible que hasta contribuya a hacer el caldo gordo a la confusión reinante, espesando aún más el barro del lodazal. Conque al nadador contra corriente sólo le resta salirse del lodazal y buscar un río donde siquiera pueda bracear en busca de manantiales originarios. Quedarse en el lodazal es tanto como resignarse a que nos ocurra lo mismo que al protagonista de aquel célebre relato de H. G. Wells, El País de los Ciegos, un expedicionario que descubre, en la región más inhóspita de los Andes, un valle poblado de indios ciegos que han permanecido durante generaciones aislados del resto del mundo. Al principio, piensa que podrá convertirse en su rey, como asegura el proverbio del tuerto en el país de los ciegos; pero pronto descubrirá que si desea ser aceptado en sociedad... deberá resignarse a que le arranquen los ojos.
Así que, después del verano, he decidido iniciar una vita nuova, al estilo de Dante. Mi vocación polemista y partisana seguiré ejerciéndola en tribunas donde aún las palabras no sean devoradas por el guirigay aturdidor que las devora, apabulla y ensordece. Búscame allí, querido lector; y discúlpame si en otros lugares callo como hizo Jesús en el pretorio.
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