El caso del ex cardenal Theodore McCarrick y el demoledor informe del gran jurado de Pennsylvania obligan a buscar soluciones más allá de los protocolos de prevención y control establecidos en los últimos años a cada oleada de nuevas denuncias. Como señalaba Carlos Esteban en Infovaticana, “la única solución posible pasa por una purga implacable de obispos y por enfrentarse sin tapujos a la homosexualización del clero que está en la raíz de esta espantosa plaga”.
En ese sentido, Thomas G. Guarino, profesor de Teología en la universidad católica Seton Hall de Nueva Jersey, hace una apreciación interesante en un reciente artículo en The Catholic World Report. Recuerda que la reacción en 2002 ante las primeras oleadas de denuncias se tradujo en medidas “torpes e inarticuladas” y los obispos, presionados por los titulares periodísticos y carentes de “liderazgo teológico”, se pusieron en manos de abogados y equipos de relaciones públicas e implementaron medidas contrarias “a la justicia natural y al sacramento del Orden”. Sin atajar, sin embargo, el mal de fondo.
Ante la evidencia de que los abusadores han gozado de una institucionalizada red de apoyos, una idea que va calando (apoyada, por ejemplo, por el prestigioso arzobispo de Denver, Samuel Aquila) es la creación de una comisión independiente que examine los casos. No solo para proteger a las víctimas de esa mafia del “yo-te-encubro-y-tú-me-encubres”, sino también para salvaguardar la presunción de inocencia y la reputación (y la labor pastoral, lógicamente comprometida) de los acusados con falsedad.
Guarino propone que esa comisión, de la que formarían parte obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos y laicos, sea nacional (se entiende que para esquivar complicidades locales) y examine las acusaciones contra cualquier eclesiástico, obispos incluidos, sospechoso de “delitos sexuales”. “Hablo aquí de delitos", precisa, "no de relaciones consentidas entre adultos, las cuales, aunque son infracciones pecaminosas contra los mandamientos y contra la promesa del celibato, pueden ser –y han sido durante siglos– resueltas adecuadamente mediante la confesión, la penitencia y la dirección espiritual”.
Pero esa precisión requiere a su vez un matiz sustancial, porque da a entender que las relaciones consentidas de un clérigo con mayores de edad nunca han sido consideradas delitos por la Iglesia.
El canonista Edward N. Peters, seglar, profesor en el seminario de Detroit, quien por lo demás valora las reflexiones de Guarino, le recuerda en Canon Law que el canon 2359.2 del Código de Derecho Canónico de 1917 establecía que a los clérigos que “cometen algún delito contra el sexto mandamiento del decálogo con menores que no lleguen a los dieciséis años de edad, o practican adulterio, estupro, bestialidad, sodomía, lenocinio o incesto con sus consanguíneos o afines en primer grado, debe suspendérseles, declarárseles infames, privárseles de cualquier oficio, beneficio, dignidad o cargo que puedan tener, y en los casos más graves, debe deponérseles”.
A quien desee comprobar los fundamentos históricos centenarios de este canon, Peters sugiere consultar las fuentes del Código recopiladas por el cardenal Pedro Gasparri (1852-1934), el más ilustre canonista de los tiempos modernos.
Todavía en 1962, la sodomía de un clérigo era considerada delito en documentos corrientes de la Santa Sede. Ese año, el cardenal Alfredo Ottaviani (1890-1979), prefecto de la Congregación del Santo Oficio (hoy Doctrina de la Fe), promulgó una instrucción "sobre la forma de actuar en causas que incluyan un crimen de solicitación" (esto es, cuando el sacerdote se vale de la confesión para incitar al pecado al penitente). En ella se establecía como crimen pessimus [el peor delito] “cualquier acto obsceno externo, gravemente pecaminoso, perpetrado o intentado de cualquier forma por un clérigo con una persona de su mismo sexo” (n. 71).
La reforma de 1983 que introdujo el nuevo Código de Derecho Canónico, hoy vigente, suprimió la especificación de los delitos (dejando de singularizar, entre otros, la sodomía) y suavizó las penas: “El clérigo que cometa de otro modo [distinto al concubinario citado en el párrafo anterior, n.n.] un delito contra el sexto mandamiento del Decálogo, cuando este delito haya sido cometido con violencia o amenazas, o públicamente o con un menor que no haya cumplido dieciséis años de edad, debe ser castigado con penas justas, sin excluir la expulsión del estado clerical cuando el caso lo requiera” (canon 1395.2).
Peters hace otra corrección a Guarino por su referencia al celibato, esto es, la renuncia de los clérigos a contraer matrimonio: “La actividad homosexual del clero no es, repito, no es una violación del celibato (como si el celibato tuviese algo que ver en este asunto), sino una violación de la castidad a la que todos los fieles están llamados (Catecismo de la Iglesia Católica, 2337-2359) y de la continencia a la que todos los clérigos están especialmente llamados (Código de Derecho Canónico, canon 217.1)”.
“Hay argumentos a favor y en contra de volver a considerar delito los actos homosexuales entre clérigos”, apunta Peters, pero en cualquier caso se trataría de “restaurar una provisión centenaria del derecho canónico, no de inventar una nueva”.