Siempre me ha llamado la atención la existencia del comunismo. No me refiero a la teoría (la ideología marxista), sino al hecho de que personas individuales, algunas de ellas de naturaleza bondadosa e incluso de vida religiosa, hayan abrazado en el pasado y aún hoy abracen el marxismo. ¿Qué ocurre en lo profundo de un alma para que termine poniendo su inteligencia y su voluntad a los pies de una visión del hombre y de la vida tan miserable que ante la belleza sublime de la Creación sólo vea materia que evoluciona en permanente conflicto? ¿Que en la historia humana, plagada de bondad y maldad, sólo vea esta última? ¿Que a pesar de las maravillosas manifestaciones de la acción de la Gracia de Dios en los hombres desde la Redención obrada por Jesucristo, postula que sólo el odio y la violencia pueden generar condiciones de justicia y paz, especialmente para los más desposeídos?
Razones puede haber varias. El Papa Pío XI, en su encíclica Divini Redemptoris acerca del comunismo ateo (1937), da la siguiente explicación para la difusión del comunismo: la falta de conocimiento de su verdadera naturaleza y fines, favorecida por (1) “el abandono religioso y moral en que la práctica de la economía liberal reduce a las masas obreras”; (2) “una propaganda realmente diabólica… que dispone de grandes medios económicos y que se hace a través de la prensa, de hojas sueltas, en el cinematógrafo y en el teatro, por la radio, en las escuelas y hasta en las universidades”; y (3) “la conspiración del silencio que en esta materia está realizando una gran parte de la prensa mundial no católica”. A mi entender, estas razones operan, por decirlo de alguna manera, a nivel general y “macro”, es decir, desde fuera de las personas, preparando el terreno para que, finalmente, en lo más profundo de su corazón, ellas tomen la decisión de adherir al marxismo; pero no explican por qué, en definitiva, deciden hacerlo.
Hace poco leía un libro espiritual (La libertad interior de Jacques Philippe) y me topé con algunos pasajes que me echaron luz sobre el problema y me motivaron unas reflexiones que quisiera compartir con usted, estimado lector.
Reflexionando acerca de la relación entre las tres virtudes teologales, Philippe afirma: “A causa de la falta de esperanza (virtud teologal que consiste en confiar en las promesas de Dios), no creemos que Dios pueda hacernos dichosos y construimos una felicidad con nuestras propias recetas”. El marxismo es precisamente una receta exclusivamente humana ‒al margen del plan de Dios‒ de cómo alcanzar la felicidad. La doctrina cristiana enseña que la desobediencia (o pecado) original introduce el desorden en la Creación: el hombre perdió la armonía en su interior y lo mismo ocurrió con el mundo. Como resultado, la vida social, que en el plan original es el entorno en cual los seres humanos se perfeccionan para hacer realidad el proyecto que Dios puso en cada uno, se volvió un campo de lucha en el que “el hombre es un lobo para el hombre”, como dijo Hobbes. El Evangelio nos enseña que la única forma de corregir el desorden del mundo es la recuperación de la armonía en el interior de los hombres mediante la conversión de los corazones. Jesús nunca aceptó ser coronado Rey porque su reino no es de este mundo; el único lugar en el que le interesa reinar es el corazón humano, y para ello se requiere que en las almas actúen la razón iluminada por la doctrina y la voluntad fortalecida por los sacramentos y la oración. Sólo en la medida en que las personas conviertan su corazón a Cristo habrá armonía al interior de ellas y orden en la sociedad.
Sin embargo, el camino evangélico parece ‒es‒ lento y arduo. A veces las injusticias son tan grandes que a muchos les parece que la receta cristiana no tiene la fuerza suficiente para remediarlas; se convencen de que el plan de Dios no es la solución y pierden la esperanza… sólo para depositarla en alguna creación humana, y así es como algunos terminan abrazando el marxismo, que pasa a convertirse para ellos en su absoluto, su Dios. “Cuando el hombre deja de creer en Dios termina creyendo en cualquier cosa”, decía Chesterton. Es que la desesperanza es insoportable y quien la padece se suicida o termina por recurrir a un sucedáneo de la esperanza.
De esta manera me explico que el comunismo haya nacido y se haya extendido en países de antigua tradición cristiana y, más aún, que lo haya hecho luchando contra ésta. Porque allí donde hay esperanza el marxismo no encuentra espacio para radicarse ni para crecer; por el contrario, perdida la fe en Dios, el corazón queda sumido en la desesperanza que empuja a acoger las promesas humanas. Marx, me imagino, entendió este fenómeno y por eso afirmó “la religión es el opio del pueblo”; claro, porque desde su perspectiva, al esperar en el Evangelio, las masas no se rebelan frente al orden social que las oprime, al menos no de la manera en que él propone: el odio y la violencia consiguiente. Y de aquí también el ateísmo militante que es consustancial al comunismo: hay que sacar a Dios de la vida social para que el marxismo pueda arraigar en los corazones.
Creo que Pío XI se refería a la relación entre comunismo y falta de esperanza cuando afirmó: “Cuanto más antigua y luminosa es la civilización creada por el cristianismo en las naciones en que el comunismo logre penetrar, tanto mayor será la devastación que en ellas ejercerá el odio del ateísmo comunista”. Es que, como me dijo una vez un amigo, “cuando uno se aleja de Dios el vacío que queda es tan grande que no hay cómo llenarlo”. ¿Con qué alimentar la esperanza cuando un pueblo o una persona que eran cristianos la han perdido por alejarse del cristianismo? No puede ser con cualquier cosa, tiene que ser con algo que, en apariencia, sea tan deslumbrante que parezca que puede ocupar el lugar de Dios. La ideología marxista cumple con este requisito puesto que promete no una mejora parcial del mundo sino una redención completa de éste, el hombre nuevo, una nueva época y una nueva civilización: “¡He aquí, venerables hermanos, el pretendido evangelio nuevo que el comunismo bolchevique y ateo anuncia a la humanidad como mensaje de salud y redención!”, exclamó Pio XI.
Al desplazar del corazón humano la esperanza, dada la dinámica entre las tres virtudes teologales, se pierden también la fe y la caridad. La esperanza necesita de la fe: “No existe fe viva sin obras y la primera obra producto de la fe es la esperanza”, dice Philippe. Por eso es que, para debilitar la esperanza en los hombres, el comunismo, hábilmente, ataca la fe: a través de los medios de comunicación hace que la doctrina cristiana parezca obsoleta y destruye la confianza del pueblo en quienes la encarnan y en las iglesias cristianas ‒especialmente la Iglesia católica‒ que la guardan y la pregonan. Y al desfallecer la esperanza se desmorona la caridad (el Amor), puesto que aquella es el espacio vital en que esta crece y se expande. Así, al atacar la esperanza, el marxismo hiere la vida cristiana en su punto medio; es como un dardo venenoso que, una vez introducido en un organismo, extiende su veneno al mismo tiempo hacia los otros dos vértices de la dinámica divina en el alma y en la sociedad. Por esto es que comunismo y cristianismo son incompatibles: según uno crece, el otro mengua. Me parece que esta es una de las interpretaciones que admite la sentencia de Pío XI: “El comunismo es intrínsecamente perverso, y no se puede admitir que colaboren con el comunismo, en terreno alguno, los que quieren salvar de la ruina la civilización cristiana”.
¿Exagera Pío XI? ¿Malentiende el comunismo? Una afirmación de Marx en el Manifiesto comunista sirve para despejar estas dudas: “Los comunistas proclaman abiertamente que sus objetivos sólo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente”. El Papa no exagera ni se equivoca: el comunismo es todo y en sí mismo desesperanza: como no cree ni confía en el hombre no espera nada de él; por eso quiere crear un hombre nuevo, luego de destruirlo a él y a la sociedad ‒no perfecta pero que sí alberga elementos cristianos‒ que ha creado.
Una última reflexión. Según entiendo, la alegría y la esperanza van de la mano: la alegría mantiene la esperanza y es consecuencia de ésta. Difícilmente perderá su esperanza alguien que, a pesar de tener a la vista los males de este mundo, es capaz de permanecer en la alegría y, al mismo tiempo, un alma esperanzada enfrentará con alegría las dificultades que la vida terrena trae consigo. Por eso es que una de las manifestaciones de la desesperanza es la tristeza y su cortejo: el resentimiento, el enojo, el odio. ¿Se ha dado cuenta, estimado lector, que los personeros comunistas suelen mostrase resentidos, enojados y odiosos? Piense, por ejemplo, en el rostro duro y seco de Stalin, en la expresión fría del típico retrato del Che Guevara.
Pero no nos dejemos intimidar. El marxismo es una mentira y sabemos muy bien quién es el padre de la mentira. Cuando usted se sienta tentado de desesperanza ante la vista de las injusticias y le parezca que el comunismo puede ofrecer alguna solución, es que está siendo tentado por el enemigo y recuerde lo que decía C.S. Lewis: “Como el maligno le tiene horror a la alegría, si se aparece hay que contarle un chiste”. Tal vez mantener la alegría sea la primera forma de luchar contra el comunismo.