En una de sus obras más vigorosas y perspicaces, Cartas del diablo a su sobrino, C. S. Lewis desliza una reflexión atinadísima que explica a la perfección la doble estrategia que hoy se desarrolla contra la Iglesia; una estrategia en la que, si no actuamos con inteligencia, podríamos actuar como cómplices. Como se sabe, la obra de Lewis es un compendio de sabios consejos, escritos bajo forma epistolar, que Screwtape, un diablo veterano y de alcurnia, dedica a un diablo segundón y bisoño, a quien llama su «sobrino», por no poder llamarlo hermano. El pasaje que hoy me gustaría comentar dice así: «Queremos que la Iglesia siga siendo pequeña, no sólo para que los menos hombres posibles aprendan a conocer al Enemigo, sino sobre todo para que quienes se vuelvan hacia él se coloquen en ese estado de exaltación enfermiza y de fariseísmo agresivo característicos de una sociedad secreta». O sea, una maquinación doble: por un lado, propagación del ateísmo o, si se prefiere, del paganismo que convierte a los hombres en gurruños de carne, entregados a sus apetitos; por el otro, la reducción de la Iglesia a una especie de secta encerrada en una ciudadela, que se defiende de sus agresores atrincherándose en una suerte de religiosidad a la vez mistérica (críptica o impenetrable) y belicosa.

Así es como Screwtape quiere a la Iglesia: como una sociedad de acceso restringido, amurallada frente al mundo, que se contenta con ir a la contra; y que reacciona con virulencia ya no sólo frente a los ataques que tratan de desvirtuar su naturaleza, sino también contra cualquier contaminación del «exterior». Y la quiere así por la sencilla razón de que una Iglesia atrincherada e irascible es fácilmente caricaturizable, fácilmente condenable a la irrelevancia o al desdén en un mundo cada vez más alejado de ella. Ante esta doble estrategia de propagación del ateísmo y reducción de la Iglesia a un gueto, el católico tiene que esforzarse por volver a predicar en el Areópago, como hizo san Pablo. Tiene que esforzarse por hacerse inteligible y hospitalario a sus contemporáneos, sin abdicar de sus principios ni renegar de lo que le es sustantivo. Tiene que mostrar curiosidad por el mundo circundante, tiene que interpelar y ser interpelado por las grandes cuestiones de su tiempo, pues el tesoro de la fe es la mejor, la más vigente y hospitalaria respuesta a esas cuestiones. Los primeros cristianos podrían haber optado por mantenerse cómodamente en los márgenes de la sociedad romana, como desclasados o apátridas que sobreviven en la clandestinidad; pero prefirieron abrazar su vocación de universalidad, fundiéndose con la sociedad romana, para vigorizarla y humanizarla. Los católicos de hoy debemos seguir este ejemplo, si no deseamos convertirnos en cómplices de la doble estrategia diabólica descrita por el gran C. S. Lewis.
 
Publicado en la revista «Misión»