La Iglesia católica nos da tantos regalos que es imposible contarlos. Uno de mis favoritos es el sacramento de la Confesión, pues a él me agarro para levantarme de mis miserias y debilidades. La gente tiende a olvidar que detrás del sacerdote que se sienta en el confesionario se esconde Cristo, que es quien perdona (no el pobre cura que puede estar hasta distraído). ¡Qué regalazo es lograr ser perdonado por todo un Dios! Para profundizar en esto voy a utilizar una anécdota que me ha sucedido por eso de ser escritora.
Son muchísimos los lectores que contactan conmigo a través de mi web (¡bendito invento informático!), para abrirme su corazón soñando encontrar en mi pobre consejo un alivio a sus heridas. Y es así como me entero de pecados y tormentos que dañan el alma de desconocidos a los que intento ayudar. El caso que presento se personalizó en una mujer a la que llamaré «Merche». Esta esposa de 35 años era profundamente feliz junto a un esposo que la adoraba y dos hijos adolescentes.
Durante unas vacaciones estivales le presentaron a un hombre soltero muy atractivo mientras su esposo estaba ausente a causa del trabajo. Pronto comenzó a coincidir con ese nuevo amigo en diversas reuniones sociales. Incómoda pero muy tentada, permitió que la amistad fructificara y comenzó a sentir algo profundo hacia él... El verano finalizó y regresó junto a su esposo, que la recibió lleno de amor y ternura. Pero en el corazón de Merche algo había cambiado... Aquel «amigo» rondaba en su mente y comprendió que se estaba enamorando.
Inquietísima y sin saber en quién confiar, tomó la decisión de escribirme y así descubrí un alma rota muy católica, pero a todas luces desesperada. «Tengo tentaciones terribles de llamarle», me dijo. «No paro de pensar en él…» Le contesté contundentemente: «Esa tentación no es más que una patraña del corazón que puede destrozarle la felicidad. ¡Corra sin miedo hacia Dios a través de la confesión! Cuéntele todo al sacerdote y déjele que le bendiga. Manos consagradas en el sacramento de la confesión son manos poderosas contra todo tipo de mal». Me prometió que lo pensaría. Pocas semanas más tarde recibí el siguiente e-mail:
«Le hice caso. Mi vergüenza era enorme. Lloré durante una larga hora en la que broté en manos de ese sacerdote todo mi dolor y frustración. Él fue extraordinariamente comprensivo y me aconsejó orar con todo el corazón. Después me bendijo. Yo recordé entonces todo lo que usted me contaba sobre el poder brutal de sanación de las manos consagradas, y mientras me bendecía el sacerdote, grité interiormente a Dios que me curara esa obsesión. Entonces oí dentro de mí una voz que me dijo: “No temas nada y agárrate fuertemente a mí”. Aturdida y sin saber si aquello era producto de mi imaginación, me alejé temblando. No había dado ni diez pasos cuando me invadió una paz tremenda... Noté de golpe que aquel hombre nada me interesaba, es más: me preguntaba cómo había podido sentirme atraída hacia él. A la vez me invadió una ternura impresionante hacia mi marido. Esa confesión me había liberado de algo oscuro disfrazado de amor falso. Era como si me hubieran exorcizado. ¡Qué poder tan imponente tiene la confesión!».