El terremoto de Haití ha provocado una de esas periódicas «orgías solidarias» en las que las sociedades prósperas se zambullen para ahogar las ladillas de su mala conciencia. Sorprende que estas orgías solidarias siempre tengan como destinatarios a los habitantes de los arrabales del atlas; y digo que sorprende porque la verdadera «compasión», en el sentido etimológico de la palabra, necesita un dolor concreto en el que poder reflejarse, un dolor vecino que nos interpele y nos incite a remediarlo, o siquiera a mitigarlo. No negaremos que uno pueda compadecerse de un niño de Haití, pero sólo después de haberse compadecido del hijo propio. Y el azar, que siempre es aleccionador, ha querido ilustrar en estos días, de forma descarnada y sangrante, la enfermedad moral que corrompe a las sociedades occidentales. A la vez que el drama de los niños huérfanos de Haití provoca una avalancha de donativos, hemos sabido que en España el consumo de píldoras abortivas se ha multiplicado por tres en apenas unos pocos meses, desde que la venta sin receta de este napalm contra la vida gestante fuera autorizada por el Gobierno.
Una sociedad que derrama lagrimillas ante las imágenes de niños huérfanos que le sirve la televisión a la vez que arroja napalm sobre los suyos es una sociedad enferma que ha desarrollado una perversión del sentimiento, un emotivismo falsorro con el que acallar su mala conciencia. «Ojos que no ven, corazón que no siente», reza el refrán; y el Mátrix progre invierte mucho dinero y propaganda para que los niños no lleguen nunca a ser visibles, para que sean borrados de la faz del orbe antes de nacer, de tal modo que su podrido corazón no tenga que conmoverse cuando esos niños asomen la jeta en el telediario, fastidiándole la siesta. Pero cuando esos niños asoman la jeta en el telediario, entonces el Mátrix progre monta una orgía solidaria, antes de que reviente su corazón podrido. Las lagrimillas hipocritonas que hoy derramamos ante los niños huérfanos de Haití, mientras arrojamos napalm sobre los nuestros, no son sino la dosis de cloroformo con que tratamos de anestesiar nuestra vida desalmada.
Y es que la caridad, separada de la fe en la Encarnación (o sea, la solidaridad desencarnada), no tarda en convertirse en una «virtud loca», que diría Chesterton. Al Occidente solidario que arrasa con napalm la vida gestante, mientras lloriquea ante las imágenes de espanto llegadas de Haití, le ocurre lo mismo que a aquel personaje de Dostoievski que confesaba: «Amo a la Humanidad; pero, para gran sorpresa mía, cuanto más amo a la Humanidad en general, menos amo a las personas en particular». Sólo que el Occidente solidario, a diferencia del personaje de Dostoievski, ni siquiera tiene la gallardía de reconocerlo.
Publicado en revista Misión