Querido adolescente, ¿a cuántas personas serías capaz de darle la mano? ¿A cuántas serias capaz de darle un abrazo? ¿Y un beso?... Inevitablemente el círculo se va reduciendo. No porque no se lo merezcan, sino porque son gestos que tienen contenido, significado, son expresiones físicas que contienen parte de uno mismo. Un apretón de manos puede ser un mero formalismo que trasladará nuestro respeto por el otro, un beso tal vez contenga también nuestro cariño...
Y si seguimos en la escala de entrega, ¿a cuántas personas serías capaz de darles tu cuerpo? Si respondemos en un plano puramente físico en el que el mundo nos sugiere que estemos, por desgracia, algunos podrían mencionar varias personas. Sin embargo, el hombre no existe solamente en el plano físico y cualquier entrega deja en el otro parte de uno mismo. Quienes hayan entregado su cuerpo lo saben, ese día no hubo sólo un intercambio físico, por más medios antinaturales que se impusieran por medio para evitar las consecuencias de esa entrega. Por muchos esfuerzos que haga la pornografía para desligar el amor de la entrega física, entregar sin amor vacía sin llenar de sentido, y deja un cuerpo usado y un montón de relaciones emocionales vacías en la memoria. Mientras que el amor entrega sin vaciar porque llena de sentido la existencia.
Ahora volvamos a plantear la pregunta: ¿a cuánta gente le entregarías tu cuerpo? Todo tu cuerpo, toda tu vida, tus virtudes y defectos, tu presente y tu futuro, y todas las consecuencias que deriven de esa entrega, todo. ¿A cuánta gente le entregarías el miedo que tienes por la responsabilidad que supone una nueva vida en el vientre de una madre? En el fondo lo sabes, porque deseas encontrarle, porque ese día das mucho más que tu cuerpo, porque sin decir nada hablaréis de amor, de un amor que no querrás que se acabe. Ahora, si la entrega máxima es la del cuerpo y todas sus consecuencias, si esa es la moneda de cambio, ¿qué sería razonable que nos entregara el Dios que nos ama? “Este es mi cuerpo que será entregado por vosotros” (Lc 22, 19)
Cuando Jesús dijo esto por primera vez, venía de haber multiplicado panes y peces la tarde anterior. La gente quedó encantada con sus dones. Luego esa noche caminó sobre las aguas. Podemos decir que se estaba luciendo y la Biblia destaca que mucha gente le estuvo buscando. Creo que era el momento ideal para culminar su misión, y precisamente en ese momento les dice: “Mi Padre os da el verdadero pan del cielo. […] Yo soy el pan de vida”. De primeras estas declaraciones no sentaron nada bien a los judíos, los cogió un poco a contrapié y la gente empezó a murmurar. Jesús se dio cuenta, pero insistió “No murmuréis entre vosotros. […] Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo”. Aquí ya la situación se tensó bastante, y la gente se enfadó por su atrevimiento. De ser algo simbólico, era el momento de aclararlo, era el momento de suavizar el mensaje. Sin embargo, Jesús con mucha más fuerza ratifica sus palabras, es más, arranca con seriedad: “En verdad en verdad os digo…” y hasta cinco veces ratifica que nos entrega su cuerpo, para comer de Él. La gente se escandalizó y se fue, se marcharon, hasta el punto de que Jesús les pregunta a sus propios apóstoles: “¿Queréis acaso iros también vosotros?” No es algo simbólico, ni es sólo la muerte física en la cruz, es el anuncio literal de la entrega de amor más grande, esa que sucede cada día en la iglesia de al lado de tu casa. Y valió la pena, y valió la vida, por ti.
Tu cuerpo tiene un diseñador, un diseñador que no se quedó sólo en lo físico. Alguien que te amó primero, alguien que se implicó primero, alguien que lo entregó todo primero. Ahora tú decides. Consciente del significado, ¿vas a dejar que usen tu cuerpo, o vas a entregarte a quien lo ame? No a aquel que te quiera mucho -mucho no es suficiente-, entrégalo a aquel que te quiera todo.