La Universidad de Alcalá de Henares ha publicado recientemente las actas del simposio celebrado bajo su amparo el 17 de diciembre de 2015 en torno a la figura de Vintila Horia (1915-1992). El título de la compilación, Una mirada libre desde el exilio, expresa bien las dos grandes experiencias vitales del gran escritor rumano: la libertad espiritual y el destierro físico.
La primera se puso a prueba cuando en 1960 ganó el Premio Goncourt por su novela más célebre, Dios ha nacido en el exilio. En ella, la vida de Ovidio, que transcurre entre los años anteriores y posteriores al nacimiento de Cristo, sirve de hilo conductor para sugerir el anhelo del Redentor también en el mundo pagano.
Todo el establishment cultural occidental, dominado por la izquierda y con Jean-Paul Sartre a la cabeza, se puso en marcha hasta conseguir arrebatarle ese galardón. Ello no perturbó la paz de su espíritu, más allá de la tristeza por el patético sometimiento de las élites culturales a los dictados de los comunistas, que las manejaban a placer.
Él era, de hecho un desterrado de Rumanía por el naciente régimen prosoviético. Gracias a eso recaló en París y luego en España, lo que benefició a ambas naciones. Fue profesor en la Universidad de Alcalá de Henares y escribió casi toda su obra novelística originalmente en francés, y en español su ingente obra de crítica literaria en revistas y en el diario El Alcázar.
También dos aproximaciones imprescindibles al alma de España. Una, ensayística, sobre el significado de la Hispanidad: Reconquista del Descubrimiento. Y la que sería su última novela, Un sepulcro en el cielo, magistral retrato, a través de la vida de El Greco, del Imperio que comenzaba su declive tras la derrota de 1588 ante los navíos ingleses y los elementos.
Una de las características más notables del pensamiento de Vintila Horia es su concepción unitaria y holística del saber, en el que se integran el conocimiento teológico y la iluminación mística con igual título que la biología, la química o la metafísica.
Para él, la Verdad es una y todas las fuentes de conocimiento permiten vislumbrar, no sólo alguno de sus aspectos, sino la Verdad misma en su integridad. Por tanto, todas las disciplinas, las experimentales y las no experimentales, las humanas y las divinas, están obligadas a la interrelación, y las conclusiones de una de ellas no tienen necesariamente que esperar a ser alcanzadas por otra con sus métodos específicos para ser reconocidas como verdaderas.
Emisión filatélica rumana de 1996 en homenaje a Vintila Horia. El final del comunismo ha supuesto un interés renovado por su obra en su propio país, donde estuvo censurada.
Un sabio medieval se habría reconocido sin problemas en esa tesis, que Vintila Horia se empeñó en recuperar a toda costa. Hombre de Letras -era doctor en Derecho y se había formado como diplomático-, no tenía ningún prejuicio contra la ciencia ni contra la técnica, antes al contrario: en su Viaje a los centros de la Tierra consultó el parecer de varias personalidades científicas con el mismo anhelo de captar la esencia del mundo que cuando consultó el de teólogos, filósofos o artistas. No admitía ni la estrechez cientificista que sólo considera real lo medible ni la estrechez idealista que considera lo medible como irrelevante.
De la importancia que tenían para él las ciencias positivas en el ámbito de esa concepción holística del saber da cuenta una de las ideas suyas más recurrentes: más allá de la dinámica del poder que se impone tiránicamente, le resultaba anti-histórica la supervivencia del marxismo a la luz de los descubrimientos de la mecánica cuántica. El principio de indeterminación de Heisenberg estaba llamado a ser el verdugo de Lenin y a cortar las alambradas del gulag, y por eso profetizaba con persistencia que el comunismo tenía los días contados cuando nada parecía indicarlo.
Y llegó a ver ese acontecimiento, aunque esos días se hicieran tan largos para él, que convirtió el dolor del exilio en protagonista de su trilogía maestra de desterrados: Dios ha nacido en el exilio, La séptima carta, Perseguid a Boecio.
En su interés por la realidad palpable y cotidiana, abogaba por que la metapolítica dirigiese los pasos de la política, y el poder, al modo platónico, honrase la guía de los sabios, en vez de acallarlos. Y, para él, los primeros entre los sabios eran los teólogos. Por supuesto, los teólogos con fe.
Precisión que no es baladí, porque la fe es una de esas vías de conocimiento que él veía formando un conjunto armónico con las demás. Una fe entendida, ya que no identificada, como una mística, y por tanto un conocimiento abierto a los aparentemente pequeños, como esa Santa Teresita de Lisieux a quien tanta devoción tuvo. Por esta celebración del contacto místico, que si es auténtico no obedece al capricho del hombre, sino a la caricia de Cristo al alma, Vintila Horia, a pesar de su aprecio por la obra de René Guénon o de Julius Evola, jamás fue un gnóstico.
Y junto a la fe, la intuición, en su caso bajo especie literaria. Vintila no es un irracionalista ni un fideísta. No niega el conocimiento racional ni el papel rector de la razón en el conjunto del saber humano. Pero sí es un gran defensor de la universalidad de las formas de conocimiento no racionales. Si en la intuición conocemos sin mediaciones, para Vintila la creación artística es un entorno privilegiado en el que la intuición se produce. En su caso, la literatura es (también) un lugar donde se sublima el dolor, que es, como el amor, una forma privilegiada de penetrar la esencia de las cosas.
El saber intuitivo es primordial para entender la obra de Vintila Horia, incluso para entenderle a él mismo y la certeza que otorgaba a tantas de sus percepciones de lo que pasaba a su alrededor. En sus obras palpamos aquí y allá ese instante. Como en el lamento sublime que cierra Un sepulcro en el cielo y que sin duda él expresó alguna vez para sí, como le hizo expresar a Domenicos Theotocopoulos al borde del adiós definitivo: “¿Qué va a ser del mundo sin mí? ¿Qué va a ser de mí sin el mundo?”