Lo sabíamos desde que llegó o desde que lo conocimos. Lo sabíamos. Sabíamos que este día llegaría y que sería un día no sólo triste pero también triste. Sabíamos que algún día nos tendríamos que decir "que el Padre Carlos ha dicho que se va" de la parroquia de San Gregorio Taumaturgo, Sarriá, Barcelona. Él devolvió el espíritu de comunidad a un barrio muy cínico. Él recuperó a nuestros jóvenes de su nihilismo y los convocó a la semejanza de qué están hechos. Por una vez sentimos que una misión nos llamaba a algo más importante que nosotros mismos. Ayer fue sido su última Misa. No podemos estar para siempre bendecidos. No podemos pretender que una prodigiosa e inmóvil bendición nos proteja para siempre. No se puede ser eternamente afortunado. Hoy va a ser otro día de trabajo.
Cuando el Padre Carlos llegó se encontró una iglesia vacía, una ciudad y también un barrio peleado y dividido por el proceso independentista y enseguida entramos en el oscuro túnel de la pandemia, no sólo tan mortífero, sino incierto de desesperanza y desasosiego. Pese a la confusión y al dolor supo estar a nuestro lado. Se hizo un hueco en nuestro agotamiento y en nuestra hostilidad para ayudarnos. Y donde había desazón, desunión y abandono, y sobre todo cansancio, por eso he escrito antes "agotamiento", él sembró la paz, la luz y la concordia. Nunca más los feligreses divididos por idiomas. Una sola comunidad y la misa en las dos hablas. Una nueva vitalidad basada en la piel que espontáneamente regenera para superar las heridas. Alguien por primera vez en muchos años nos volvía a hacer sentir importantes y lo hizo cuidando de nosotros, estando, llegando a los rincones de todos los corazones y algunos jamás habían visto el alba.
La iglesia se llenó, la reconciliación ganó terreno al enfado, el recelo dejó paso a la buena voluntad, nadie se sintió nunca más solo, ninguna de las parejas a las que el Padre Carlos ha unido en matrimonio ha conocido el divorcio.
Los que más han sufrido han sido los más queridos y el barrio ha sufrido con ellos y cada domingo hemos rezado primero por la vida y luego por el reposo eterno de Mencía. También a través de nuestro cura hemos aprendido a ser más generosos y hemos ayudado a otras parroquias de realidades mucho más duras. El padre Diego lo puede atestiguar. Cada martes, jóvenes cuyas vidas carecían antes de sentido, se han unido y se unen al Padre Carlos para repartir comida a los pobres. Los fines de semana, también bajo su inspiración, algunos acuden al Cottolengo a ayudar a dar de cenar a personas enfermas y solas. No sólo el Padre Carlos nos ha consolado cuando lo hemos necesitado sino que nos ha ayudado a ser mejores. Nos lo ha exigido, recordándonos que la queja y el victimismo, y vivir encerrados en las alturas del yo, es siempre un vicio.
El progreso moral del barrio, la fe expandida, las almas tensadas en la promesa de Jesucristo de un mundo mejor son el legado del Padre Carlos. Sabíamos que al final llegaría el final porque estamos hechos a la tragedia efímera de nuestras vidas. ¿Pero sólo por eso lo sabíamos? Es una pregunta retórica, conozco la respuesta y ustedes también la conocen. Porque en el día de la despedida es también oportuno que a pesar de la tristeza nos preguntemos cómo hemos tratado él, el don que con él nos fue concedido. Cómo hemos cuidado del regalo de Dios, si hemos correspondido a la Gracia con gratitud, con crecimiento interior, devolviendo algo de afecto, algo de amor; o si sólo nos hemos dado un festín como si la abundancia del banquete fuera infinita. Nadie quiere que se vaya el Padre Carlos y ayer cuando dijo adiós se escuchó un rumor de tristeza en la iglesia, un murmullo gris, de palabras indistinguibles, también aplausos y se hablará durante algunos días en el barrio de la terrible pérdida. ¿Momentánea? ¿Para siempre? De momento, seis meses. Estará estudiando para terminar la tesis. "No, pero es que vuelve". ¿Ah sí? ¿Quién puede asegurarlo?
Junto con el lamento, un algo de introspección podría servir de consuelo. No basta con decir que queremos a alguien, no vivimos de los halagos. Todos, y los curas son hombres y no robots programados por el Cielo, necesitamos sentirnos apreciados, queridos y la primera demostración de afecto es el respeto. El respeto a nuestro trabajo, el respeto a nuestras vidas y también el respeto a nuestra inevitable imperfección y a nuestros defectos. Y si esta parroquia de San Gregorio Taumaturgo ha aprendido algo de lo que en esencia nos ha enseñado el Padre Carlos a lo largo de todos estos años, tendremos todos que admitir que las maledicencias de viejas oscuras y chismosas no ha sido escasa. La arrogancia, la maldad, el escarnio con que algunas –y algunos, pero admitámoslo, mucho más escasos– han fomentado la envidia cárdena a su alrededor, por el simple hecho de que el Padre Carlos es apuesto y delicado, no ha ayudado en absoluto a su tranquilidad en su actividad pastoral.
Aunque es penoso tenerlo que decir, no hay indicio en el barrio de la evolución moral de la especie. No la hay. Somos más ricos, somos más altos, comemos más proteína y menos grasas, pero no somos menos bárbaros. El Padre Carlos nos ha corregido en lo higiénico, en lo vital, en lo funcional y nos ha ido a buscar en lo perdidos que estábamos. Pero de fondo somos las mismas bestias de siempre, incorregibles, despiadadas. Si Dios volviera a mandarnos a su Hijo, volveríamos a crucificarlo, y nuestro barrio que se supone que es más culto y delicado no es una excepción en este presagio.
Dios nos envió al Padre Carlos como nos envió a su Hijo para salvarnos. Somos mejores tras su paso, esto tampoco podemos negarlo. Pero ¿qué hemos hecho con él, qué suerte le hemos procurado? Sobre esto también tendríamos que reflexionar antes de jugar a hacernos los tristes porque se ha marchado. Yo no sé si volverá, ni si volverá a Barcelona, ni si volverá a esta parroquia. Sólo sé que lo hemos tenido entre nosotros cuando más sedientos de Dios estábamos, y que ha sido una bendición, y que mucho de lo que somos en este 2024, y que nos enorgullece, no habríamos sabido serlo sin él, sin su labor discreta, permanente y apasionada. En algún momento tendríamos que preguntarnos, cada uno muy adentro, si le hemos dado suficientemente las gracias. Tal vez tarde ya comprenderemos, cuando nuestro final se acerque, en la lucidez última que nos prepara para desprendernos, lo mucho que Dios nos quiso ayudar y nos mandó al mejor reflejo de su alma, y que nosotros como siempre supimos empeorar un destino que no era tan cruel antes de que lo estropeáramos.
Publicado en ABC.