La semana pasada inició su tramitación en España una propuesta de ley de "memoria democrática". El contenido principal que más han aireado los medios de comunicación es su repercusión en la basílica del Valle de los Caídos, a unos 50 kilómetros de Madrid. Se trata de una basílica excavada en la roca, sede también de una abadía benedictina, en la que reposan los restos de los caídos durante la Guerra Civil, de uno y otro bando. Está coronado, además, por una enorme cruz de 150 metros, cinco veces más alta que el Cristo que preside Río de Janeiro. El recinto quiere transformarse en cementerio civil, dejando la cruz, al menos inicialmente, como signo "civil" de reconciliación.
No pretendo entrar en el debate político, social y religioso de esta ley; doctores tienen la política, la sociología y la religión. Simplemente me llama poderosamente la atención el título de esta propuesta: "memoria democrática". ¿No se trata de una contradicción, lo que los clásicos llamaban contradictio in terminis? La memoria es el recuerdo de lo que ha sucedido, nos guste o no, nos agrade o no, nos parezca correcto o una aberración. La memoria es la verdad tozuda del pasado, el hecho que ya ha sucedido y permanecerá así hasta la eternidad.
La democracia, desde que la inventaron los griegos, es algo inestable, cambiante, que depende del voto de la mayoría. Como sistema político, crea leyes en base a las decisiones y votaciones de una mayoría de gobernantes, que a su vez han sido elegidos por una mayoría de ciudadanos. Hoy puede ser democrático saludar quitándose el sombrero, y mañana decidimos democráticamente que hay que saludar con el sombrero puesto. Esto ha sucedido, en asuntos triviales y de peso, a lo largo de la historia. Hace 300 años era "democrático" tener esclavos, y actualmente la esclavitud está prohibida en la mayoría de los estados. Hasta 2010 era "democrático" en España identificar todo aborto con un delito, aunque en algunos supuestos estuviese permitido. Actualmente, es "democrático" abortar libremente en las primeras 14 semanas de embarazo. Y un hecho "democrático" no coincide, por derecho propio, con un hecho bueno; lo que está claro es que lo "democrático" depende de la decisión de la mayoría.
Volviendo a la pregunta inicial: ¿cómo podemos tener, entonces, una memoria democrática? La memoria, de por sí objetiva, testigo fiel de lo sucedido, no puede estar en manos de la decisión de la mayoría, a menos que entremos en un extraño relativismo donde la realidad, incluso del pasado, depende de únicamente de mí. Los grandes hitos y descubrimientos de la historia, así como los atroces horrores de los campos de exterminio de Siberia, el archipiélago Gulag o Auschwitz, están ahí, firmemente afincados en el pasado. Y son reales, nos gusten o no. No pueden depender de la arbitraria decisión de la mayoría.
El relativismo, aunque plantea su teoría de que todo es relativo, es en el fondo un absolutismo igual o peor que el que critica. No relativiza todo, sino que lo hace depender de los absolutos que a su creador (o manipulador) le interesan: el absoluto de mi libertad y mi autonomía, que siempre va a invadir la libertad del que no opina como yo, el absoluto de mis intereses personales, políticos y de mando, que siempre va a invadir los intereses, incluso legítimos, del otro, el absoluto materialista que siempre negará la trascendencia y la religiosidad, la libertad religiosa.
Una ley con ese título me recuerda a la obra 1984, escrita por George Orwell. El Gran Hermano controla todo, y el Gran Hermano cuenta con un Ministerio de la Verdad que decide qué es cierto y qué es falso. En este ministerio de la verdad trabaja Winston Smith, el protagonista de la obra. Su labor, como la de parte de sus compañeros y miembros del Partido, consiste en reescribir la historia, en concreto la historia periodística. Cuando algo o alguien no se ajusta a las directivas del Partido, se le hace desaparecer del pasado, se borra su existencia. ¿Será ése el objetivo de esta ley de "memoria democrática"?