Acababa de llegar de Turín, ciudad siempre misteriosa y no pocas veces convulsa. Industrial, republicana, a veces anticlerical, pero tierra fecunda de santos como Don Bosco, Murialdo o Cottolengo. La ciudad que custodia la Sábana Santa abrió sus brazos al Papa y acogió su bellísima reflexión sobre el Sábado Santo, como una plegaria que hace enmudecer. La mañana del lunes es para despedir a un viejo hermano y amigo, el nonagenario cardenal Mayer. Frente a sus restos el Papa vuelve a hablar de la vida y de la muerte, de la esperanza y sus tinieblas, del dolor y del amor que tejen el camino desde la tierra hasta el Cielo. ¿De qué tendría que hablar si no?
Después de una multitudinaria misa en la plaza de San Carlos en la que habló del Misterio que es caridad, del Dios hecho hombre que ha cruzado el umbral de la muerte y ha sido resucitado para introducir un brote nuevo en la historia, Benedicto XVI llega al Duomo turinés y se postra ante la Sábana Santa, icono del misterio insondable de la entrada de lo divino en el reino de la muerte. Hablan, más bien rezan a un mismo tiempo, el teólogo Ratzinger y Benedicto, el sucesor del pescador de Galilea. Recuerda ese día y medio tremendo en que el cuerpo de Jesús permaneció en la sepultura, «ese intervalo único e irrepetible en la historia de la humanidad y del universo, en el que Dios, en Jesucristo, ha compartido no sólo nuestro morir, sino también nuestra permanencia en la muerte, la solidaridad más radical».
Y entonces recorre la dura experiencia histórica del siglo XX, la bestial destrucción de las guerras mundiales, la abolición de lo humano en los lager y los gulag, el exterminio de ciudades enteras bajo el terror nuclear, y recuerda a Nietzche: «Dios no existe, ¡nosotros lo hemos matado!». Después Benedicto baja de la amplia perspectiva de la historia a «sensación aterradora de abandono» que tantas veces experimentamos cada uno, de nuestro miedo a la muerte, semejante al del niño que se queda solo en la oscuridad, sin la presencia de alguien que amándole le da seguridad. El Papa levanta los ojos de nuevo a la Sábana tan discutida por algunos. Vuelve a emplear la palabra «icono», la fórmula precisa que ha elegido para este paño sepulcral «que ha envuelto el cuerpo de un hombre crucificado, que corresponde en todo a lo que nos dicen los Evangelios sobre Jesús».
Y el gran intelectual capaz de los más refinados razonamientos se descubre enhebrando una plegaria que nace de esa imagen estampada con sangre en la tela ante la que se han postrado generaciones y generaciones. Es la imagen de un muerto, pero «cada traza de sangre habla de amor y de vida. Especialmente esa gran mancha cercana al costado, hecha de la sangre y del agua manados copiosamente de una gran herida provocada por una lanza romana, esa sangre y ese agua hablan de vida. Es como un manantial que murmura en el silencio y nosotros podemos oírlo, podemos escucharlo, en el silencio del Sábado Santo».
Y su mensaje, dirigido a nuestros temores cotidianos y a la desesperanza de un mundo en crisis, consiste en que Dios hecho hombre ha entrado en la soledad máxima y absoluta del hombre, donde reinaba el abandono total sin ninguna palabra de consuelo. «Del rostro de este "varón de dolores", que carga con la pasión del hombre de todo tiempo y lugar, incluso con nuestras pasiones, nuestros sufrimientos, nuestras dificultades, nuestros pecados" nos llega el anuncio de que "en la hora de la máxima soledad nunca estaremos solos».
El lunes, frente al cuerpo de su viejo hermano el cardenal Mayer, tiene oportunidad de proseguir esta plegaria. Parece como si con ella le acompañase en ese tránsito que ya no es un túnel oscuro y atemorizante. Recuerda que la existencia humana florece de la tierra en un punto preciso (Mayer era bávaro, como Ratzinger) y está destinada al Cielo, la patria de la que misteriosamente procede. «Mi alma te desea a ti, Dios mío», reza Benedicto con los salmos de Israel, y añade que en ese deseo se sintetiza todo lo humano, carne y espíritu, tierra y cielo. El deseo del amigo concretado en tantos virajes, estudios y traslados, encargos y cansancios, éxitos y fracasos... El Papa Ratzinger los conocía bien, y parece decirle que ahora se verán finalmente cumplidos por entero.
De nuevo habla del Dios que se ha dado por entero a la humanidad para colmar el vacío y la desproporción entre ese deseo y su cumplimiento. No es un Dios abstracto o imaginado, tiene el rostro de Jesús que suspira en la cruz, y da forma y aliento a la Iglesia, su cuerpo en la historia. Por eso el cumplimiento de ese deseo ya ha sido pregustado en la tierra, porque «la Iglesia, y en particular la comunidad monástica (Mayer era benedictino) constituye una prefiguración en la tierra de la meta final», aunque sea un anticipo imperfecto, marcado por límites y pecados, y por tanto siempre necesitado de conversión y purificación.
La vida que nace, desea, sufre y espera. La vida que surge en los volcanes de la historia pero pide la eternidad. La vida que se atormenta y clama, y que debe atravesar el valle oscuro de la muerte. Esa vida por la que se ha conmovido el Misterio hasta padecer sobre el seco madero de la cruz, hasta estampar su sangre en una sábana mortuoria, para decirle a cada hombre «nunca estarás ya solo». Esa vida y ese Misterio cuyo rostro ha vuelto a describir hasta las lágrimas el Papa Benedicto.
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