En algunos pueblos de España, Italia y Francia todavía pervive, aunque renqueante, la tradición del tronco de Navidad que dispensa regalos a los niños. En Toscana lo llaman 'ceppo'; en Provenza, 'cariguié'; en el Alto Aragón, 'tronca' o 'tizón' de Navidad; y en Cataluña –que tal vez sea la tierra donde la tradición se mantiene más viva–, 'tió de Nadal'. Se trata de tomar un tronco, leño o rama gruesa de un árbol, alrededor del cual los niños de la casa, imaginándolo una suerte de animal fabuloso en hibernación, realizan diversos actos y ceremonias, siempre acompañados de sus padres, que les recomiendan no acercarse con demasiada frecuencia a él, no vayan a alterar su sueño, o la metamorfosis que se está obrando en su interior.
Instalado al pie de la chimenea (en las casas donde todavía hay chimenea), el tronco es atendido con sumo cuidado durante todo el Adviento (o siquiera desde la fiesta de la Inmaculada). Los padres hacen como que lo alimentan, antaño con heno, forraje o salvados (como si fuese un jumento), hoy más bien con alguna vianda que se aparta de la mesa común, o bien con las sobras de la comida, peladuras y mondas de la fruta; y los niños comprueban, con pasmo y fascinación, que la comida que sus padres arriman al tronco desaparece como por arte de ensalmo en cuanto se descuidan, como si la voracidad del tronco (que sin embargo parece dormido) no tuviese tasa. Así hasta que, llegados a la Nochebuena o a la misma Navidad, los niños, principales actores de la fiesta, zurran la badana al tronco mientras cantan, provistos con palos o bastones. Y entonces el tronco se desprende (como si los cagase) de los regalos que esconde debajo de la manta; pues se supone que los alimentos que sus padres les han dejado durante las semanas anteriores se han convertido milagrosamente en sus tripas en golosinas o juguetes (aunque también, hipotéticamente, podrían convertirse en carbón o en barro, si el niño hubiese sido malo, que por supuesto no lo es). Esta tardía metamorfosis de los alimentos que el niño ha visto dejar al pie del tronco en inesperados regalos provoca en él una estupefacción maravillada que siempre se resuelve en jolgorio; al que, naturalmente, se suman todos los adultos de la casa, deseosos de volver a ser niños, como conviene en estas fechas.
Antaño, el tronco de Navidad era entregado al fuego, mientras se pedía que la prosperidad nunca faltase en la casa; pero con el tiempo ha sido indultado (sobre todo porque en las familias no suelen abundar los leñadores que se encarguen de cortarlo cada año, y también porque en la mayoría de las casas falta una chimenea) y se aguarda hasta la Navidad siguiente… si entretanto la inocencia de los niños no se ha marchitado. Esta tradición del tronco de Navidad que dispensa regalos a los niños tiene algo de rito casero y hasta un poco escatológico ('¡Caga, tió!', exclaman los niños catalanes al tronco, mientras lo golpean, exhortándolo a defecar regalos), de una poesía encantadoramente simple que alboroza a los niños y arrastra a los adultos. Un tronco que caga regalos, desde luego, deja a Papá Noel, con su séquito de renos voladores y su atuendo bufonesco, a la altura del betún, por artificioso o rebuscado; y esconde simbolismos muy primitivos y hermosos, a poco que uno se esfuerce en desentrañarlos.
De alguna manera, este tronco de Navidad tiene algo de versión menesterosa del más ceremonioso árbol que se engalana con espumillones y bombillas de colores y toda suerte de adornos; pero, a la vez que menesterosa, mucho más alborozada. Siempre se ha dicho que el árbol de Navidad, que arrastra reminiscencias paganas, fue asimilado en la tradición cristiana, como recuerdo –con sus luces y adornos– de las gracias que disfrutábamos en el Edén y anticipo de los dones de la Redención, que se consuma sobre el árbol de la Cruz. Y toda esta simbología la reúne también el más humilde tronco de Navidad (la tronca o tizón de los aragoneses, el tió de los catalanes), que despojándose de adornos rutilantes nos enseña que el camino hacia la Redención es la pobreza; y que en la metamorfosis de los alimentos en dulces y regalos anticipa nuestra metamorfosis última, cuando nuestra pobre carne perecedera se vuelva cuerpo glorioso. Las cosas más pasmosas no se revisten de aparatosas parafernalias; brotan siempre de las cosas sencillas, como el agua brota entre las peñas, sin darse importancia. Tan poca importancia como un tronco envuelto en una manta, tan poca importancia como un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.
Deseo a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan una muy feliz y sacra Navidad.
Publicado en XL Semanal.