Las lecturas de la misa dominical durante este verano de horror han sido sorprendentemente apropiadas, empezando por el alegato de Jeremías contra los malos pastores que desorientan al rebaño del Señor (25 de julio) y continuando por la historia de la deserción de numerosos discípulos tras las “duras palabras” del sermón sobre el Pan de Vida (26 de agosto).
Y es totalmente comprensible que a no pocos católicos se les haya atragantado la palabra “santa” en estos meses pasados, cuando se les pedía afirmarla de la Iglesia en el Credo y en el ofertorio. Pero, aunque comprensible, ello implica que algo se ha entendido mal. La razón se nos ofrece en Juan 6, 60-66 inmediatamente después de la historia de la deserción, cuando el Señor pregunta a los Doce si también ellos van a abandonarle y Pedro responde: “Maestro, ¿a quién acudiremos? Solo Tú tienes palabras de vida eterna”.
La vida eterna se nos ofrece sacramentalmente en todas las misas. Por eso creemos; por eso seguimos en la Iglesia; y por eso debemos llevar a cabo cualquier esfuerzo, desde nuestros distintos estados de vida en el Cuerpo Místico de Cristo, para reformar lo que deba ser reformado y que otros puedan conocer y amar al Señor Jesús y experimentar los frutos de vida de la amistad con Él. La actual crisis de la Iglesia es una crisis de fidelidad y una crisis de santidad, una crisis de infidelidad y una crisis de pecado. Es también una crisis de evangelización, en la medida en que los pastores sin credibilidad son un obstáculo a la proclamación del Evangelio (que es, como sugieren los titulares cotidianos, lo que el mundo necesita gravemente).
Como consecuencia inmediata del Testimonio del arzobispo Carlo-Maria Viganò y de su afirmación de que el Papa Francisco conocía la caída de Theodore McCarrick, antiguo arzobispo de Washington, y levantó las sanciones contra McCarrick que habían sido impuestas (pero nunca aplicadas seriamente) por el Papa Benedicto XVI, la polémica dentro de la Iglesia se intensificó enseguida y se repicó a través de los medios. En esta atmósfera febril, es virtualmente imposible que alguien diga nada sin suscitar sospechas y acusaciones. Pero como conocí bien al arzobispo Viganò durante su servicio como nuncio en Washington, me siento obligado a hablar sobre él, lo que espero ayude a otros a considerar en profundidad sus muy serias acusaciones.
En primer lugar, el arzobispo Viganò es un reformador valiente, que fue expulsado del Vaticano por sus superiores inmediatos porque estaba decidido a enfrentarse a la corrupción financiera en el Governatorato, el gobierno del estado de la Ciudad del Vaticano.
En segundo lugar, y según mi experiencia, el arzobispo Viganò es un hombre honrado. Hemos hablado a menudo sobre muchas cosas, grandes y pequeñas, y nunca tuve la impresión de que me dijese algo distinto a lo que él creía en conciencia que era la verdad. Eso no significa que tuviese siempre razón: como hombre de humildad y oración, él sería el primero en admitirlo. Pero eso sugiere que los intentos de presentarle como alguien que formularía deliberadamente acusaciones falsas, alguien distinto a un testigo honesto de lo que él cree que es la verdad, no son convincentes. Cuando él escribe en su Testimonio que está “dispuesto a confirmarlos [los hechos] bajo juramento llamando a Dios como mi testigo”, lo dice en serio. Lo dice absolutamente en serio. El arzobispo Viganò sabe que, al hacer ese juramento, pone su alma en sus manos; lo que significa que sabe que, si hablase falsamente, sería poco probable que la recobrase.
En tercer lugar, el arzobispo Vigano es un leal hombre de Iglesia, que pertenece a una cierta generación y formación, educado en una auténtica devoción al papado. Su adiestramiento en el servicio diplomático pontificio le conduce instintivamente a asumir la defensa del Papa como su primera, segunda, tercera y centésima prioridad. Si él cree que lo que ha dicho ahora es verdad, y que la Iglesia necesita conocer esa verdad para purificarse de cuanto dificulta su misión evangélica, entonces es que está haciendo caso omiso de sus instintos más arraigados por la más grave de las razones.
Lo que el arzobispo Viganò atestigua saber sobre la base de sus experiencias directas, personales y en muchos casos documentables en Roma y Washington merece ser considerado seriamente, no desdeñado o ignorado perentoriamente. El cardenal Daniel DiNardo, presidente de la conferencia episcopal, comparte evidentemente esta opinión, como deja clara su declaración del 27 de agosto. Lo que necesitamos es otro paso adelante hacia la purificación y la reforma.
Publicado en The Catholic World Report.
Traducción de Carmelo López-Arias.