“El prior del Valle de los Caídos está salvando el honor de la Iglesia”. No sabría decir a cuántas personas he escuchado esta idea, expresada de una forma u otra, a lo largo de los últimos días. No solo el honor de la Iglesia. Un gran número de católicos está viendo sostenida su fe por el testimonio de fray Santiago Cantera sacrificándolo todo por cumplir su misión de velar por el suelo sagrado que le fue encomendado, y evidenciando a cada paso su familiaridad con las virtudes cardinales de prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Una buena parte del pueblo cristiano ve en él “un justo”, como le ha calificado Sertorio en un viralizado artículo. Expresión de resonancias bíblicas que le obliga a pagar el mismo precio que, a imitación del Justo, han pagado tantos buenos apóstoles a lo largo de la historia de la Iglesia: la lapidación pública. En esas lapidaciones duelen siempre menos las pedradas de los adversarios –con ésas ya se cuenta- que la iniquidad del sanedrín, la inesperada complicidad de Gamaliel y el silencio de los sumos sacerdotes, tanto más hostil cuanto más evidente es el contraste.
Lo que olvidan quienes apedrean a este monje fiel es que están apedreando también a un ciudadano fiel. La sentencia del Tribunal Supremo no solo supone el fin de la inviolabilidad de los templos, sino también el triunfo del capricho del poder sobre el derecho. Y lanza a la sociedad un doble mensaje envilecedor: contra la justicia (mostrando cómo pueden acomodarse los preceptos legales a las necesidades del poderoso) y contra la decencia (que prohíbe satisfacer sobre un cadáver el odio de sus enemigos: “Será la primera victoria de los vencidos”, ha sido la sorprendente confesión de la ministra de Justicia, Dolores Delgado). El coraje del prior del Valle blandiendo en solitario frente a Leviatán los acuerdos internacionales firmados por el Estado, la Constitución, las leyes y la jurisprudencia en defensa del templo no solo es el coraje de un confesor de la Fe –pues es el odio a la Cruz lo que en última instancia agita el atropello de la basílica de Cuelgamuros–, sino también el coraje de un Juan Nadie digno del mejor Frank Capra.
Probablemente muchos ciudadanos no conciben en qué pueden ser víctimas de una ley de caso único como la que ha recibido el visto bueno del Tribunal Supremo. Es posible que en el futuro, y sin inmutarse, sus magistrados utilicen argumentos contrarios a los utilizados ahora para tumbar disposiciones similares. Pero la experiencia dice que toda parcela que se cede al poder del Estado acaba siendo ocupada. No sería sorprendente que otros templos sean los siguientes en la lista, pero no solo. Hay infinidad de bienes y derechos apetecibles para quienes aspiran a domeñar la sociedad desde el Boletín Oficial del Estado, y que resultaban inalcanzables hasta ahora porque se encontraban protegidos por la exigencia de que cualquier actuación sobre ellos respondiese a una ley general. Todos los días las administraciones dictan normas de todo rango cuya dificultad de aplicación (y cuyo coste) reside en su generalidad. Normas que dan y quitan derechos.
Eso se acabó, al menos potencialmente. Si un día los derechos de personas o grupos son violados por normas dadas específicamente para ellos, habrá muchos culpables y un único inocente, y habrá sido un sacerdote benedictino tan celoso del honor de Dios como del bien de los hombres.