Después de meses sin vernos he estado con mi amiga María Francisca. Me cuenta que en los últimos tiempos ha tenido problemas en la boca. Entre lo que ya le faltaba y lo que le tenían que quitar se encontraba prácticamente desdentada y necesitaba con urgencia una nueva dentadura.
La asistente social del hospital en el que le dan su tratamiento contra el cáncer ha estado ayudándola a buscar dentista y a solicitar ayuda económica, pues con su pensión solo podía asumir un desembolso pequeño. Tras mucho indagar localizaron una consulta que le dio un presupuesto razonable, pero enorme para sus posibilidades. Además, había que pagar a tocateja y la citaban para el mes de julio, lo que implicaba estar dos meses sin poder apenas comer.
Su agobio era lógicamente grande y no veía salida, así que acudió a su párroco. Al cabo de unos días el sacerdote le dijo que fuera a una clínica dental que hay frente a la iglesia a que la vieran y que pidiera presupuesto. “El doctor Carlos -me cuenta ella- estuvo mirándome la boca y me hizo algunas pruebas. Le pregunté si se podría hacer lo necesario con alguna rapidez, pues estaba sin poder comer, y me dijo que sí. Entonces le pedí que por favor me diera el presupuesto, que se lo tenía que llevar al párroco. Estuvo escribiendo unos minutos y por fin me entregó un papel diciéndome: aquí está el presupuesto, María Francisca, se detallan los tratamientos que haremos. Como ve el total de todo ello suma cero. Y efectivamente, el papel que me dio sumaba cero”.
Me lo contaba sonriendo con sus dientes nuevos, a los que todavía se está habituando, y llena de agradecimiento al doctor Carlos, que, dicho sea de paso, ha asumido personalmente el coste de la nueva dentadura (la clínica, por su parte, ha realizado de manera gratuita el resto del tratamiento necesario). Su agradecimiento hacía este doctor es grande, pero aún mayor es su agradecimiento al Señor, al que pidió que la ayudara cuando se vio completamente superada. “Toda la gloria es para Él -me decía-, porque ha sido Él quien ha inspirado al párroco, quien ha movido el corazón del doctor Carlos y quien me ha cuidado en mi necesidad”.
María Francisca conoce y reconoce la Providencia porque la experimenta continuamente. Su fragilidad y vulnerabilidad son tan grandes que no tiene dudas de que vive permanentemente sostenida y aceptarlo no le supone ningún problema. Su situación no es nada fácil y sufre mucho por diversos motivos, sin embargo, su corazón humilde y agradecido hace posible que, lejos de quejarse, pueda “gozarse en su debilidad” porque, como ella misma, dice “hace brillar la obra de Dios”.
Este verano mi sobrina María ha estado colaborando como voluntaria con las Hermanas de la Caridad de la Madre Teresa en la India. Volvió muy tocada y feliz de la experiencia. Le pregunté qué es lo que más le había impresionado y después de pensarlo un poco (porque todo allí es muy impactante y más para una chica universitaria del primer mundo) me dijo que lo más impresionante es experimentar a diario y continuamente la Providencia.
Más allá de la entrega de las monjas, de la cercanía a enfermos y descartados, es tal la precariedad de medios y la envergadura de las necesidades que le resultó abrumador presenciar cómo se resuelven los continuos problemas contra todo pronóstico y de la manera más oportuna y sencilla, sin motivo aparente que lo explique. Cuestiones que, grandes o pequeñas, se arreglan con la urgencia e inmediatez necesarias, porque literalmente están en juego la comida de ese día o el techo de la siguiente noche.
Pienso yo que nuestra vida está llena de milagros cotidianos que sin embargo no somos capaces de percibir. En nuestro entorno y con nuestras posibilidades siempre encontramos explicación posible para achacar los resultados positivos a nuestras capacidades. Esto cuando no caemos directamente en la soberbia y el orgullo por nuestro gran trabajo. Para reconocerlos hay que ser humilde como María Francisca y saberse en precario como en la India.